Presentación

Este blog muestra el contenido de mi libro Fábulas sensuales, compuesto por textos cortos. Si bien algunos fueron escritos hace tantos años que ya no recuerdo cuándo los escribí, el grueso fue escrito entre 1995 y 1999. En el 2003 convertí el manuscrito en librobjeto, y en enero de 2008 lo convertí en blog. Librobjetos y librogs son dos intentos de sortear la industria editorial con la esperanza de que mis textos encuentren lectores.

De momento, al crear este blog, mi idea es dejarlo cerrado, es decir, no añadir más fábulas, pero nunca se sabe. Es la ventaja del blog sobre el librobjeto, lo puedo modificar permanentemente. Pero, en principio, el blog "vivo" que irá creciendo es cuentogotas; los demás los armé para mostrar cosas terminadas.

Así que aquí están. Señoras y señores, con ustedes, mis fábulas sensuales.

Divina geometría

El primer triángulo de la historia fue entre un hombre, una mujer, y un ser sobrenatural: una serpiente que hablaba y no reptaba, caminaba sobre sus patas y era de extraordinaria belleza, como todo enviado de Satán. O Dios. El primer triángulo de la historia fue, como todos los triángulos amorosos, un cuadrado: Adán, Eva, la serpiente y Dios. Algunos dicen que la serpiente estaba enamorada de Eva y la tentó para que Adán muriera. Quizá la serpiente estaba enamorada de Dios, y no se le ocurrió mejor idea para atraer la atención del Todopoderoso que provocar un cataclismo. O era Dios el enamorado de la serpiente y no le perdonó un picnic amistoso con la nueva vecina. Al fin y al cabo, ¿de dónde proviene la versión más difundida?

Tal vez era un pentágono: Adán, Eva, la serpiente, Dios y Satán, que era un ángel extraordinariamente bello y poderoso. Hijo dilecto de Dios, estaba sin embargo celoso de Adán. ¿Cómo es posible? A menos que Satán estuviera enamorado de Dios. Y Él no debía de ser indiferente a sus encantos, si no, ¿por qué Satán reaparece a cada rato, aun después de haber sido expulsado?

Las cosas se complican pero la geometría no nos deja mentir. Aunque añadamos más y más lados, sabemos: también existen las diagonales, y ellas se juntan en un centro. Todos con todos. O nadie con nadie. Un centro puro, neto, adimensional y ajeno al cosmos, que concentra, sin embargo, toda la energía del universo. Podemos sumar y restar lados. Pero con la geometría no podemos: ese punto ciego donde todos confluimos y que, al mismo tiempo, nos atraviesa, no podemos moverlo ni un pelito.

Martini bianco

Después de un sábado radiante el clima de Buenos Aires cambió radicalmente y nos ofreció un domingo nublado, pesado y húmedo. En los días siguientes la humedad, la pesadez y el calor fueron en aumento, de forma que, veinte días antes del comienzo del invierno, disfrutamos de una muestra del peor clima veraniego ciudadano. Ese jueves, después de días de temperaturas mayores de veinte grados, humedad del noventa y nueve por ciento y pegajosidad, el mal humor y la gente eran una sola misma cosa indiferenciada, y la sensación de que algo estaba mal en algún lado se había adueñado de cada uno de nosotros. Caminando por la calle con un atuendo primaveral (y un pulóver atado a la cartera, ya que no me resignaba a no vivir en un clima otoñal) comencé a percibir lo circundante de otra forma. Obligada a soportar el clima que menos tolero, asombrada hasta la inquietud ante el agua que surgía de cada uno de los pisos, paredes y techos de Buenos Aires, comprendí que cualquier resistencia ante lo dado carecía de sentido. De hecho, mi cuerpo había reaccionado ante la nueva realidad antes que mi mente, prisionera de viejos conceptos. De hecho, ese cielo pesado y cubierto, próximo hasta la amenaza, ese aire que preludiaba la tormenta y las ráfagas húmedas calientes y ocasionales que se pegaban a mi cuerpo, todo eso armonizaba mejor que cualquier otra cosa existente con mi ánimo turbulento y apesadumbrado. De hecho, era imposible no sentir ese aire pesado húmedo y caliente como el aliento sudoroso de un amante celoso y despechado. Algo deseaba acercárseme, y no le importaba si para conseguirlo debía sofocar a la ciudad entera y sus habitantes; ese algo intentaba tocarme por medio de las ráfagas húmedas que impregnaban mi cuerpo. De hecho, no había duda de qué era lo que estaba en juego, ya que mi propio cuerpo había ido adquiriendo la pátina sudorosa que me recubre cada vez que termino de hacer el amor, y mis pechos estaban tensos como el aire, mis pezones pesados como el cielo y mi piel húmeda como el aliento de un beso. La tarde preludiaba uno de esos finales en los que todos nos despojamos sucesivamente de nuestras ropas, de nuestros escrúpulos y finalmente de nuestras inhibiciones.

Al anochecer habíamos apelado a los ventiladores y a la convicción irrevocable de que esa misma noche llovería a raudales. Dos botellas de martini bianco entre tres propusieron una noche donde todo-era-posible una vez que el chaparrón anhelado se hubiera descargado sobre nosotros.

Y sin embargo no llovió, sólo cambió el viento y bajó la temperatura, y a la mañana siguiente, en un típico día otoñal, mirábamos el recuerdo de ese breve verano extra como un objeto proveniente del más remoto de nuestros pasados.

Un encuentro

De pronto me encuentro caminando por las calles de mi juventud; reconozco sus viejos lugares, y los recuerdos de entonces se agolpan en mi mente. De pronto estoy frente a Pablo, que acaba de gritar de alegría al reconocerme; me abraza, se emociona, dice qué casualidad, dice justo pensaba en vos, cómo estás, dice vamos a tomar un café, dice te aparecés como un fantasma. Sin dejarme reaccionar, sin escucharme, precipitadamente, como un torbellino, Pablo me arrastra tres cuadras hasta el bar de nuestras citas a los veinte años. Cada vez que reaparezco por el barrio los recuerdos me asaltan tan salvajemente que por un momento creo revivir —pero es una ilusión que se va con el primer café. Pablo, sin dejar nunca de hablar, descarga sobre mí su avalancha de noticias, chismes y anécdotas de su vida. No me da ninguna oportunidad de hablar, aunque nada sabe de mí desde hace años. Tan feliz está de verme que me pregunto si será menos cruel no decirle nada.

Así llega el momento en que Pablo da por terminada su tarea informativa y, una mano sobre la otra y ésta sobre la mesa, me mira sonriente. No, no es un mero mirar sonriente el suyo, es más, mucho más que eso. Es la cara de Pablo rejuvenecido diez años, es la mejor sonrisa de Pablo, aquella que borraba mis enojos más firmes al minuto de aparecer, son los ojos de Pablo brillando sobre su sonrisa como si sólo existiéramos nosotros dos, como si no me hubiera estado hablando de su mujer e hijos. Suspiro y, de a poco, con gran cuidado, como quien despliega con infinito amor un manuscrito muy antiguo dispuesto a deshacerse en el aire, se lo digo. Pablo, por supuesto, no me cree, sino que, sucesivamente, cree 1) que no escuchó bien, 2) que nada de esto es cierto, 3) que yo estoy loca, 4) que no escuchó bien. Lo único que yo puedo hacer es decirle, otra vez, lo mismo, y escuchar, otra vez, los mismos argumentos, que no refutan nada. Cuando lo dejo, atontado, aún incrédulo, en el café, sé que no me cree, que no me creerá por un tiempo, hasta que pueda empezar a dudar de este encuentro que no contará a nadie. Sé que sufre. Y sin embargo no lo compadezco: es envidia lo que siento. Al fin y al cabo él sigue vivo, mientras yo sólo soy el recuerdo de lo que fui en unos pocos lugares y para unas pocas personas.

Relatos de amor

Después de años de pelearme conmigo misma porque los hombres que yo deseaba no hacían lo que yo quería (no me hablaban ni me miraban cuando yo quería, ni me declaraban su amor cuando a mí me parecía el momento ideal; es decir, básicamente: no se enamoraban perdidamente de mí) y en especial después de un nuevo desengaño de la mísma índole, caminaba una noche por calles empedradas y silenciosas cuando comenzó a aflorar en mi mente —no tan repentinamente como una luz que se enciende sino más bien como un capullo que florece o un fruto que madura— una idea capaz de alterar mis recuerdos. Caminé un rato sobre los adoquines desparejos sintiendo claramente el contacto de mis pies con la piedra (llevaba zapatos de suela fina) y pensando que no debía considerar este nuevo desengaño como un pronóstico desfavorable a la posibilidad de lograr una mayor intimidad con el hombre en cuestión (llamémosle, por ahora, X) puesto que, al recordar el momento de mayor afinidad con él (una charla de una hora y media en un café donde la comunión de almas fue absoluta y conmovedora) se hacía evidente que a partir de ese máximo punto de gozo todos los demás encuentros con X no habían sido más que despedidas. Lo que ahora se me aparecía como evidente era que yo no iba a acercarme más a X porque ya habíamos tenido nuestro más fuerte encuentro a partir del cual sólo se sucedían separaciones. Esta idea, estoy segura, estaba ya esbozada en mi mente. y lo que ocurrió esa noche mientras pisaba piedras yendo a casa fue que se desplegó en mí mostrando toda su evidencia. Y, lo que me resultó más cruel aún, arrojándome la sorpresa de advertir que cuando estoy convencida de que mi relación con un hombre al fin tiene un inicio glorioso, en realidad estoy viviendo sin saberlo su momento final, a partir del cual los demás encuentros son como esas citas que se dan los ex-novios con cualquier excusa y que no tienen mayor objeto que reproducir una y otra vez el momento de la despedida para lograr que entre tantos simulacros la verdadera separación pase desapercibida. Como de inmediato comprendí que esto no sólo me había ocurrido con X sino también con Z, pensé que si releía mis historias con ellos de esta nueva manera, podía reubicar el centro, digámoslo así, en el punto de mayor encuentro, lo que daba como resultado que ambas eran relaciones terminadas antes de lo que yo creía (antes de empezar, se podría decir desde mi punto de vista anterior).

Como, al fin y al cabo, mis historias con ambos ya no son hechos sino relatos, relatos que me hago a mí misma constantemente y, ocasionalmente, a los demás, mientras que los hechos desaparecieron en el tiempo, puedo ahora relatarme estas historias terminando donde antes me gustaba iniciarlas: recobran valor, entonces, las escenas previas al apogeo amoroso y se tiñen con el dolor de la despedida las escenas posteriores. El relato entero toma un cariz teleológico, como si todo antecediera a una determinada situación cuya prolongación parece inútil; como si esta nueva técnica narrativa se basara en calibrar la intimidad de cada encuentro para luego poner en el de mayor intimidad el centro en relación al cual pensar los encuentros anteriores y posteriores como yendo hacia él o alejándose de él. Esta forma de relatarme mis historias me parece paradójicamente menos egocéntrica, ya que los ordeno según la cercanía, que es de dos, y no según mis deseos, que son individuales. Resulta interesante sin embargo destacar que en los nuevos relatos soy una protagonista bastante ignorante en manos de una narradora demasiado tradicional.

El recuerdo

El recuerdo puede hacerse presente cuando escucho ciertas músicas, no sólo aquella música, o cuando el aire trae el perfume del verano; a veces sólo por causa de algún extraño vericueto neuronal. Sin que importe desde dónde se presente, el recuerdo es siempre igual a sí mismo pero absolutamente complejo y distinto a cualquier otro recuerdo. Está compuesto por varias capas, de distintas densidades y espesores, y cada una me oprime según un dolor que le es propio.

La primera capa es oscura, muy oscura, amplia e intangible, como una negra niebla de noche. Muchas veces el recuerdo no pasa de esta primera capa que me envuelve sin que pueda distinguir nada ni dentro ni fuera de ella, y sin que me atreva a aventurarme por su interior.

Cuando el recuerdo se desprende de esta primera capa, veo que la segunda es un mar de preguntas y reproches, que se repiten una y otra vez en el mismo orden. Entre una y otra de las apariciones del recuerdo, en estos últimos años, las diferencias más notorias se basan en las respuestas a algunas preguntas; los reproches, sin embargo, aunque me los cuestione, se suceden siempre iguales. Son también muchas las veces en que el recuerdo se queda en esta capa, porque cuanto más desnuda el centro un movimiento, más difícil es realizarlo.

La tercera capa deja atrás preguntas y reproches, y me hace revivir el vigor del momento previo, lo que siento como el hecho bruto en sí mismo, el instante del vértigo más hondo en el que me contemplé de pie al borde del filo antes de arrojarme al abismo. Pocas veces puedo soportar esta tercera capa, y son más las veces en que, estando a punto de desprenderme de la segunda, me la he vuelto a colocar.

Es por eso que puedo llegar a la cuarta capa, el núcleo minúsculo, en muy contadas ocasiones. Sólo al cabo de una inmersión prolongada en la tercera capa, y de brazadas poderosas, llego al carozo de sensualidad pura, el ombligo de placer de una noche eternizada en un recuerdo.

Los músicos

Me gustan los músicos porque dedican su vida a un arte efímero, colectivo y presencial. A diferencia de los pintores, escultores o escritores, que pueden ofrecer al mundo su obra sin tener jamás ninguna cara para su público, los músicos hacen su arte con su cuerpo, pero sin caer en la exaltación de los bailarines y los actores, que convierten al propio cuerpo en obra. Los músicos ponen el cuerpo pero necesitan un instrumento. Esto los devuelve al circuito de los objetos y los hace, a mi entender, más terrenales. Por ser su arte el único que prescinde de lo visual, puede un músico permitir a su público su propia abstracción. Que aceptemos al músico como parte de su música se convierte entonces, si no en un acto de amor, por lo menos en un acto de seducción.

Inasible, intangible, temporal, la música bordea impiadosa nuestros límites, dejándonos como bolsillos dados vuelta hasta reventar las costuras. Por eso, ni bien tuvieron la oportunidad, los hombres multiplicaron hasta el agotamiento cintas, cajas y aparatos que ofrecen, como babeles modernas, la triste ilusión de vencer nuestra condición efímera. Sin embargo esos artilugios no apresan el arte del músico. No hay fanático de Charlie Parker nacido después del 55 que lo haya oído, aunque tenga completa su colección.

Sobre todo, la música es grupal. Requiere, además de una afinación interior y con el instrumento, cierta comunión con los demás responsables de la obra colectiva. Esta comunión se transmite al auditorio, hermanando a sus integrantes. Por eso la música es comunitaria. Estos nuevos aparatos que la hacen portátil pero audible de a uno por vez no lograrán oscurecer jamás su carácter colectivo.

¿Será por esto que todos los hombres de mi vida, desde mi más grande amor hasta el de un solo día, son músicos? Me gustan los músicos porque, al verlos tocar, es posible ver a un hombre gozando sin hacer el amor con él. Los músicos no sólo nos permiten que los veamos ejecutar su arte, es decir, consumar su pasión, sino que nos piden que los acompañemos en su goce. Cuando esto se produce, y el músico en escena goza tocando una música entrañable que me hace gozar, cierta intimidad armónica queda establecida. Me he enamorado de muchos hombres viéndolos tocar.

Los músicos son también hermosos cuando escuchan música. Disfrutan calladamente, con la felicidad en el rostro. He vistos músicos en el acto de escuchar que tienen en su rostro la misma expresión de mis amantes después de hacer el amor conmigo. ¿O acaso mis amantes se sienten, después de hacer el amor, como si hubieran escuchado una música entrañable? Tuve un enamorado bohemio y pelilargo, que cuando abandonó la música puso un restaurant naturista, que durante su enamoramiento me llamó “La Musa”. Músico es lo perteneciente a las musas, quienes se ocupaban de las artes, cuya madre era la memoria. Quizá soy una musa, una fuente de inspiración, un sonido, un recuerdo, o la memoria del propio arte. Sin embargo, hubo otro músico que no pudo amarme, y en la noche del desengaño y la pena me dijo: “al final, estoy igual que hace cinco años, lo único que toco mejor la guitarra”. Quizá el futuro naturista supo escucharme y el guitarrista no.

La mejor imagen de la música la encontré en una biblioteca polvorienta donde trabajaba, como epígrafe al libro de un antropólogo: mère du souvenir et nourrice du rêve. Este francés polémico y urticante escribió su estructuración de los mitos siguiendo formas sinfónicas. ¿Puede la música aunar culturas y modos de vida, desnudar la existencia humana, devolvernos (a) nuestros sueños? Yo creo que sí, y por eso los músicos me gustan: llevan en sus ojos, su piel y sus manos el fino desgaste de quienes trajinan con lo absoluto.

Los historiadores

Se dedican a la historia aquellas personas que no se convencen nunca de que el mundo ya existía antes de su propio nacimiento. Buscan toparse una y otra vez con los hechos del pasado para tantear los bordes de su propio solipsismo, como quien difunde una noticia porque es la única forma que encuentra de convencerse de su verdad.

Querido Negroide Subtropical

Te escribo desde estas maravillosas costas sitas en la augusta capital del Grande Imperio de Ausencia, a los tres (3) días de haber contemplado tu juvenil rostro por última vez, a los dos (2) días de tu partida. Desde ese momento, Grandes e Interesantes Hechos han acaecido, pero no los relataré debido a que adherí al Escepticismo Filosófico, gracias al cual rechazo la hipótesis de que el mundo pueda ser aprehendido por los sentidos, lo que implica que todo lo que salga de mi pluma o PILOT Precise Rolling Ball FINE puede ser considerado verdad o mentira a gusto del consumidor (marque con una cruz). Te escribo, sí, previendo que al desilusionarme de mi presente adhesión filosófica me pase al Nihilismo Cartesiano. Por las dudas ya envié un cupón para el curso por correspondencia sobre Kantismo Zen.

Como dije, no hay nada nuevo bajo el sol, porque en el Espacio no hay arriba ni abajo, esas son categorías mentales burguesas que el capitalismo ha introducido y con las que ha machacado torturantemente durante los últimos diez (15) minutos. Es necesario considerar el mundo con nuevos ojos: tengo turno en el quirófano para el 37 de juliembre para un trasplante de ojos de buey. Me va a operar el Grande Cirujano Mayor Adrián Baranchuk, quien asegura un buen resultado, a excepción de cierta mirada vidriosa, lo que no me arredra. Más bien me enreda.

Espero con ésta (carta) amenizar un poco tu llegada a tan desiertas e inhóspitas regiones del Norte (en el Espacio tampoco hay Norte ni Sur, ni Este ni Oeste, pero éstas son categorías mentales mapuches con las que nos topamos en kioskos o puestos de expendio de bebidas alcohólicas o no alcohólicas desde hace tres (8) o cuatro (cuatro) días o milenios). Desde aquí te deseamos (¿quién se coló en mi carta?) el mayor de los éxitos y el más Grande Triunfo. Ya llené con tus datos y envié el cupón para el curso “Jáu tu surváiv in e Fórein Lan” (en castellano: “Aprenda a tejer y cultivar hortalizas todo el año”), que te será de gran utilidad para aumentar la venta callejera de cardúmenes eléctricos. Por lo demás, nada hay que agregar a lo ya dicho: lo perenne, como el mar, la búsqueda de la inmortalidad, o nuestra amistad, persistirá por sobre lo provisorio, como la noche, los regímenes de gobierno o nuestros huesos. Podemos encontrar un poco de magia en nosotros mismos, o dedicarnos a una dieta estricta de escorpiones, puercoespines y escarpines. Reflexiona, amigo mío, sobre estas palabras, y escríbeme Pronto. Recuerda que después de la operación tendré ojos de buey, y al mirar en ellos verás la inmensidad marina. Ejercítate, no dejes el fútin ni el yóguin, y come cacahuates y mantequilla de maní tres días por medio. Duerme con calcetines y en pelotas, y no te desabrigues en verano.

Te extraña

M***





Queridísimo residente de allende los mares

Heme aquí otra vez, como tantas anteriores, munida de algún instrumento de escritura por demás vano, y ante una hoja de papel, en un todo consubstanciada con mi ferviente deseo de hacerte llegar unas palabras nomás de la querida Patria. Mi corazón, apreciado amigo, no ha dejado de latir desde que tuviéramos uno del otro las últimas noticias, ni mi sangre ha dejado de circular por mis venas. Múltiples y variados sentimientos han poblado mi alma, y puedo decir que mientras unos pocos de ellos la han ensombrecido, son los más los que la han enriquecido; por eso puedo afirmar que soy una mujer feliz. Y afirmo esto aún a riesgo de ser tildada de vana, superflua o indiferente hasta el escándalo con respecto a los males del mundo, pues, inmersos en un siglo que decae, prisioneros de un globo a punto de estallar, la felicidad puede parecer a los espíritus pequeños un mal prescindible o aún peligroso. Es precisamente sobre estos males sobre los que me elevo, para afirmar que soy, como dije, y haciendo un balance de mis últimas experiencias físicas y psíquicas, una mujer feliz. Y es con un tono de voz combativo y un poco desafiante hacia esos hipotéticos espíritus pequeños que lo afirmo. Y es citando a un poeta ciego ya muerto que afirmo que la felicidad y la esperanza son un deber, y que uno debe ser feliz aunque sólo sea por orgullo. Pero no es por orgullo por lo que soy feliz en este momento, sino gracias a un aprendizaje que ya lleva casi 25 años.

¿Qué palabras de la patria acercar a tí, querido y alejado amigo, en estos días aciagos? No las torpes palabras con las que el enemigo intenta inmovilizarnos, pronunciadas a gritos con voces cada vez más atronadoras y consiguiendo cada vez un efecto más débil. No las palabras pretendidamente neutras, que de tanta neutralidad tienen ya un color marrón como el de la tierra, y que según dicen tanto pueden pronunciarse aquí como en el confín más alejado de este mismo punto. Pero tampoco las palabras quedas, que callan tanto como pronuncian, que se intercambian los cuerpos en sus encuentros amables y cotidianos, cuando es olvidada por obvia la posibilidad de sentirnos uno al otro nuestro propio aliento. Quiero acercarte una palabra propia, nacida en esta tierra, que soporte la distancia y, como paso previo, quedar pegada a este papel, y que pueda llegar a vos con la cordialidad de una mirada o el rumor de voces amigas. Qué despojados nos encontramos cuando nos encontramos así, por carta, y qué poco necesitaríamos si nuestros ojos pudieran encontrarse. Pero no es por ser adversa nuestra condición distante por lo que podemos escudarnos detrás de quejas y gruñidos. Encontrar la palabra que busco puede llevar años, decenios, un tiempo inconmensurable, o breves segundos, no sé, pero la búsqueda no debe ser gobernada por plazos toscos. Cuando la encuentre te la haré llegar.

Tu corazón también ha latido, y tu sangre ha circulado por tus venas, en este tiempo en el que poco hemos sabido el uno del otro. Es posible que al llegar esta carta tus pulmones ya respiren el aire de otra ciudad y tus ojos vean otro cielo que, por supuesto, es siempre el mismo que ven los míos. Si es así, tu horizonte fue modificado y la breve ciudad que desde hace años recorrés hasta la memoria de cada callejuela ya no es el centro de tus palpitaciones sino una mancha allá lejos en el paisaje. La modificación que tu nueva dirección pueda provocar entre vos y yo, en cambio, es tan sutil que mi imagen de vos casi no es alterada por un hecho que sin embargo, para vos, puede ser fundamental, así como mi mudanza de Caballito a Pacífico poco representa en tu recuerdo de mí. Estas reflexiones pueden decirnos algo sobre el destino de la memoria o ser una pérdida de tiempo, pero yo, que las escribo, no puedo juzgarlas.

En la tarde tranquila, en la ciudad nublada, ciertos hechos pueden hacer de cada hogar una selva impenetrable o una excursión a nado en un lago cristalino. Cada corazón permanece más mudo a los demás que todas las estrellas titilantes de la noche. Cada vida es en la inmensidad del tiempo tan leve y tan refrescante como esas ráfagas breves que en la primavera sólo consiguen de las cortinas un estremecimiento; o como la carcajada somnolienta de algún dios menor de un panteón superpoblado. Brisa o risa, qué más somos, pero somos todo lo que tenemos.

Que tu corazón lata y tu sangre circule y tus pulmones respiren cualquier aire y tus ojos vean cualquier cielo, que siempre será el mismo que ven mis ojos. No importa qué aire respirás, sino tu ritmo de respiración.

Hasta muy pronto

M***

Cosas que ocurren

Cada vez que las dendritas contraían cantimploras, las algas y las mitocondrias obedecían escarabajos. Entonces era el desmorone, la algarabía: un cloroplasto aquí, una clorofila allá, y un anélido largo bajando y perdiéndose. Cierto es que los callos y los escarbadientes constreñían incandescentes, pero el brillo y la complacencia de los alienígenas repercutiendo sobre cascabeles obstaculizaba al más nostálgico cangrejo. Anagramas ovoides, cámaras concuspiscentes, metáforas desencajadas inflamaban heréticamente y hasta con orgullo. Mezcla de oprobio y mayonesa, los celenterados amenizaban mastodontes anochecidos y las amebas canonizaban exabruptos, mientras residuos metabólicos escanciaban abejorros. Jirafas analfabetas agudizaban sangre de horchata y consolaban catástrofes, precedidas por solteronas lindantes con alcaloides. Casi con coraje, las estampidas aclimataban ballenatos y los corazones, más que sin vergüenza, devenían triangulares. Musitando a viva voz, tres millares de lechuzas muertas a escobazos abrigaban esperanzas, tarea riesgosa en verano. Océanos y kilovatios-hora interrumpían el asado y se hundían en la angustia sin llevar monopatín. Martilleantes y agónicos, cadáveres ambivalentes amordazaban pantagrueles. Casi a las canaletas, oíamos escudos intergalácticos discurriendo en el pasado. Aquello era el acabóse: quién más, quién menos, todos burbujeábamos un poco, y entre penes y violines esperábamos carcajear oráculos.

Cada vez que las hormigas anunciaban metegoles, las moléculas premiaban autopistas, mientras los floripondios registraban almanaques. Anélidamente, las caléndulas obsequiaban unicornios y los patos silvestres canturreaban jocosas canciones normandas. Cansinamente, un arrollado de dulce de leche estrenaba gimnastas de repuesto, tres querellas anochecían estofados, y mi mamá congelaba minesottas. Entre protozoos y pedagogos, mi hermana ausentaba sinsabores. Desde la ventana seis docenas de kilómetros admitían quinquenios y quelonios. ¡Déjense de joder! anclaban ocho valijas de bizcochitos de grasa y mediaslunas con manteca. ¡Acá no se puede vivir! destrozaba una cantimplora de calamares. ¡Con ustedes no se puede hablar! olisqueaban dos antorchas. Casi entre sueños, un cardumen de guanacos invadía Barrio Norte.

En la sala de espera

Estamos en la sala de espera del consultorio de un renombrado oculista. Todo tiene el aspecto esperable; hay mucha gente, pero eso no es motivo de extrañeza. Poco a poco, empezamos a notar cosas que no son las acostumbradas. Una joven sentada como una esfinge no realiza ningún movimiento ni da muestras de vida. Comenzamos a sospechar cuando la asistente del oculista la endereza como a un cuadro. Dos niños comienzan a discutir desenfrenadamente en un rincón por un juguete; el conflicto termina cuando uno saca un revolver de su bolsillo y mata al otro a tiros. Dos hombres que minutos antes se consideraban desconocidos comienzan a hablar amigablemente, cada vez más íntimamente, hasta descubrir alborozados que son hermanos. Una viejita sentada en un rincón se queda cada vez más quieta, más blanca y más muerta, mientras surgen vendas que la cubren hasta momificarla. Un niño se queda dormido. Poco a poco todo el consultorio se puebla con sus sueños. Un señor muy respetable y muy respetuoso se oculta tras la lámpara de pie con una mujer tan despampanante como desnuda salida del sueño del niño. Una dama muy ama de casa que trajo a sus cinco hijos seduce a la enfermera. Todo el consultorio decide tomar represalias contra una niña con el nombre de la Virgen, aparentemente fundadora de las Tres A, y la crucifica. Un pintor al que le han diagnosticado un principio de ceguera invoca a Borges y comienza a pintar su última obra en la pared de la sala. Todos los presentes coinciden ahora en acuchillar a la madre de la crucificada. Una estudiante que se encuentra en la víspera de un examen comprende la imposibilidad de estudiar en ese lugar y tiene un ataque de locura; se pasea por toda la sala con una larga túnica negra, mesándose los cabellos, declamando el canto V de la Odisea y el monólogo de Molly del Ulises de Joyce. Repentinamente todos los artefactos eléctricos comienzan a funcionar acompasadamente, sumiendo a la gente en una tranquilidad de siesta provinciana.

Fue porque todos dormían que nadie movió un pelo cuando la tormenta que sacudía la ciudad se enrolló en una bocacalle y entró al consultorio como un maremoto.

Junto al baldío

Pateó con fuerza, seguro de que la pelota volvería rápido, preparando ya el segundo golpe. Pero en vez de volver, la pelota esquivó la pared del baldío y siguió de largo, barranca abajo, hacia el basurero. Con bronca decidió bajar a buscarla.

Era una gran hondonada infecta y solitaria a la que la gente sólo se acercaba para arrojar basura. Terrenos vacíos, como el baldío donde había estado jugando, anticipaban su presencia. Las matas de pasto desaparecían cuanto más cerca se estaba de ella.

Comenzó a bajar con rabia y sin cuidado alguno, patendo latas y vidrios. Al principio no olía nada, atento a su pelota invisible. El descenso se hizo más difícil: tomó precauciones para no caer. Pronto no encontró más tierra libre y tuve que caminar sobre la basura: llantas, hierros, desechos de albañilería, zapatos viejos, muebles rotos, y ni rastros de la pelota. A medida que bajaba el aire se enrarecía. Descubrió, casi al pisarlo, un animal muerto. Quiso creer que era un perro. La basura le arañó piernas y brazos y se mareó. Estaba desesperado. Las moscas lo rodeaban y no podía ver. Estiró la mano para sostenerse, se cortó con algo y la angustia le sangró por la herida. Los montones de basura apilada parecían crecer ante sus ojos: botellas, puchos, jeringas, inodoros destrozados, billetes, jirones de ropa, comida podrida. Se sentía, él también, basura arrojada. Desde la cima de una montaña de desechos vio brazos, un hombro, una pierna, medio cráneo destrozado, y adivinó la tersura de los cuerpos bajo los golpes y la sangre seca. Sintió que se ahogaba; se tambaleó. Una oleada de pavor lo inundó, calentó sus orejas, lo partió en pedazos. Estaba atrapado en un remolino.

Se recobró por milagro y trepó las montañas de basura a los saltos, trastabillando, precipitándose hacia el baldío, sin lágrimas, sin razones, sin infancia, sin pelota.

Un ensueño

Dos hombres sentados en la barra de un bar. El más joven, poeta, entregó al otro un sobre con poemas ajenos, probablemente del Siglo de Oro español. Llega un tercer hombre, trajeado, seco, duro; el poeta queda sutilmente excluido de la conversación. El recién llegado, viejo y elegante, cabecea imperceptiblemente hacia el poeta, sin mirarlo, y pregunta ¿éste también? El otro, con aplomo, contesta no, éste no, y el viejo se lleva el sobre.

El poeta sospecha que acaba de entregar a alguien. Pero, se dice, como elegí poemas del Siglo de Oro, no le pueden hacer nada a sus autores, porque murieron hace siglos. Si hubiera elegido autores contemporáneos, amigos míos, ¿qué habría pasado? Y un frío tenebroso corre por su cuello porque ve que se salvó por la frase no, éste no, pero no sabe cuánto tiempo más podrá sobrevivir.

El viraje

En mi sueño, estoy a punto de salir de viaje. Tengo todo listo, ya es la hora de partir para tomar el tren de las diez de la mañana. El viaje que voy a hacer es el más importante de mi vida, por lo tanto, no tengo un destino prefijado. Creo que iré a Canadá, a encontrarme con S***, pero es posible que vaya primero a Europa, o que en el camino encuentre un destino mejor. Dedicaré a este viaje todo el tiempo que demande, no sé cuánto será, pero se mide en años. Estoy por salir, mis padres me acompañarán a la estación, C*** también, o quizá me acompañe durante todo el viaje. No está claro si nos vamos de viaje los dos, o yo sola. Estamos por salir, y C*** nos demora, justo se le ocurre ir al baño. Lo espero sabiendo que estoy con el tiempo justo para llegar a la estación y tomar el tren, que no me lleva directamente a mi destino sino a algún lugar que es el punto de partida del viaje. Mientras lo espero, me doy cuenta de que estaba por salir de viaje sólo con mi cartera y que no había hecho la mochila. Me pongo a hacerla en diez minutos, pero cada vez me doy cuenta de más cosas que necesito (toallas, un plato, ropa de invierno y de verano, etc.) y tardo más en hacerla, y al final se me hace tarde para tomar el tren. Pienso que no es grave, que puedo comprar otro pasaje para el día siguiente, pero ya que tengo que sacar un nuevo pasaje tal vez sería conveniente sacarlo para más adelante. El viaje se atrasa un par de días y sospecho que se va a atrasar aún más, quizá indefinidamente.

¿Cuál es viaje que estaba por hacer? ¿El viaje al exterior del país, que sé que haré algún día? ¿El viaje que sería irme de la casa de mis padres para vivir con C***, o quizá sola? ¿O el viaje personal, de mi propia vocación o destino? Sea el que fuere, mi sueño dice: a) que no sé si lo voy a hacer con C*** o no, b) que no conozco de antemano a dónde me lleva, c) que C*** puede no estar listo cuando yo esté lista, y d) que por miedo a no estar bien preparada es posible que lo postergue indefinidamente o que no lo haga nunca.

El equilibrista

Nací una tarde de otoño cuando el sol se estaba yendo y la luna ya había asomado en la otra esquina del cielo. Los árboles estaban dorados, por el sol y el otoño que se iban, y la hierba estaba oscura y fresca, por la noche y el invierno que se acercaban. El circo donde mis padres trabajaban regresaba de una gira por otros países. El carromato de mis padres se había detenido a metros de la frontera para que yo pudiera nacer. Mi madre era trapecista y mi padre payaso. Durante años mi madre hizo piruetas en el aire mientras mi padre bromeaba con el público. Lo mejor del número era el final, porque mi madre se tiraba del trapecio a los brazos de mi padre, que la esperaba en el centro de la pista, y recibían juntos los aplausos.

Cuando yo nací mi madre me acunó en sus brazos, me miró, miró el mundo alrededor, miró a mi padre y le dijo:

—Nació entre el día y la noche, entre el calor y el frío, entre este país y el nuestro. ¿Te das cuenta? Tu hijo va a ser equilibrista.

Mi padre no le creyó, porque quería que su hijo fuera payaso, como él. Pero cuando aprendí a gatear lo primero que hice fue gatear por las cornisas. Papá me contaba chistes que a mí me hacían reír más que las cosquillas. Pero cuando me pedía que los repitiera, el final del chiste me parecía tan divertido que lo contaba adelante de todo. Papá se tapaba las orejas con las manos. ¡Nooooo! gritaba, y se arrancaba pelos de los mechones azules que tenía a los costados de la cabeza. ¡El final es lo último que se cuenta, si no pierde toda la gracia! me explicaba.

Yo lo entendía, pero después me olvidaba. En cambio nunca me olvidaba de caminar por el cordón de la vereda cuando me mandaban a comprar pan, ni me olvidaba de treparme a los árboles y caminar por sus ramas. Al final papá aceptó que mamá me enseñara a caminar por la cuerda floja, y dejó de contarme chistes. Algunos más me contó, pero ya no me pidió que los repitiera.

Empecé a actuar en el circo junto con ellos. Al principio, cuando todavía era chiquito, mamá me hacía subir con ella al trapecio, me tiraba al aire dando vueltas y me atajaba otra vez. Un día se les ocurrió un truco. Cuando mamá me tiraba al aire por última vez, hacía como que no llegaba a tiempo para atajarme, ponía cara de susto y yo seguía de largo. Papá, allá abajo, con sus mechones azules y su nariz roja, daba vueltas alrededor de la pista desesperado. La banda de música hacía redoblar los tambores como cuando anunciaba un salto mortal. La gente gritaba asustadísima. Yo caía justo en los brazos de papá y todo el mundo aplaudía a rabiar.

Cuando fui más grande y mamá ya no pudo revolearme por los aires, empecé a actuar solo, pero no en el trapecio. Caminaba por una cuerda muy finita haciendo equilibrio con una vara muy larga en las manos. Cuando llegaba al centro me detenía, daba un salto, y caía otra vez sobre la cuerda. Con los años cada vez hacía saltos más raros, y la gente hacía ooooooh y aaaaaah cuando me veía caer de pie sobre la cuerda.

Entonces me enamoré. Estábamos otra vez de gira, cerca de la frontera, y conocí una chica muy linda. Ella no sabía hacer nada del circo: ni piruetas, ni saltos, ni chistes, porque había vivido siempre en una granja. Pero cocinaba muy bien y hacía unos dulces muy ricos. Se vino con nosotros en nuestro carromato y en invierno tejía pulóveres y bufandas para todos.

Con los años tuvimos una hija trapecista y después un hijo payaso, y por fin mi padre estuvo contento. Ahora actuamos todos juntos. Mi madre y mi hija dan vueltas por los aires, mi padre y mi hijo hacen bromas entre el público, y yo, en el medio, hago equilibrio sobre la cuerda floja y doy saltos mortales. Cuando terminamos la función la gente aplaude a rabiar, y nosotros saludamos orgullosos y muy felices porque mi mujer nos espera con un guiso riquísimo, y seguro que esta noche de postre hizo una torta de frutillas.

El puente

Había una vez dos amigas que eran amigas desde muy chiquitas y se querían mucho. Vivían en dos islotes tan cercanos entre sí que el agua que pasaba entre ellos parecía un río y cada islote una de las dos orillas. Las amigas habían construido un puente que partía de cada islote y se encontraba en el medio, sobre el vacío y las aguas de abajo. Gracias a ese puente se encontraban y compartían muchas cosas.

Un día una de las dos sintió que el puente se le volvía muy pesado, que se recargaba demasiado de su lado, y cuando no aguantó más derribó su parte, sorprendiendo a la otra que no imaginaba que algo así pudiera pasar.

La caída de medio puente formó un gran estruendo y una nube de polvo. Cuando todo se fue aquietando, la sorprendida vio su medio puente erguido en el aire y terminando en el vacío. Trató de mantenerlo intacto, y durante un tiempo creyó que podría, pero después se dio cuenta de que su medio puente, sin un punto de apoyo del otro lado, caía por su propio peso. Finalmente dejó de hacer esfuerzos por mantenerlo y también esa mitad cayo al agua.

Tiempo después, la que había tirado su mitad comenzó a extrañar el puente. Pensó que reconstruirlo sería tan fácil como derribarlo, y se acercó a la orilla buscando con la vista lo que habría quedado del otro lado para construir hacia allí su mitad.

Pero no vio nada. En ninguno de los dos lados quedaban rastros del puente. El tiempo, el agua, el viento, habían borrado todas sus huellas.

Ahora las dos amigas se saludan cada una desde su orilla, se hacen señas con las manos, gritan a boca de jarro, y cada tanto el viento sopla menos, las aguas embaten menos, y alguna palabra logra atravesar el espacio desde la boca de una hasta los oídos de la otra.

Vía

Siempre me gustaron las vías de los trenes. Parecen tajos hechos a la ciudad, tajos que desangran verde y señalan un camino. Viviendo en la ciudad inmensa, habiendo nacido en la ciudad inabarcable, la sensación es que, si de ellos dependiera, los edificios crecerían hasta pegarse unos a otros sin dejar espacio para nada vivo en medio. Las vías de los trenes son tatuajes que alguien hizo a la ciudad para que no olvide que en ella hay gente. Acumulan crepúsculo. Por ellas se va el sol. Uno viene caminando por la ciudad, atrapado por la mole, por el conglomerado; en eso cruza un paso a nivel y ahí está la amplitud, el cielo abierto, la hierba verde hasta el horizonte. Ahí está el horizonte. Las vías regalan la ilusión de que si en vez de cruzarlas uno se decidiera a seguirlas encontraría una salida.

Dicen que los trenes son historias. Que las historias funcionan, marchan en la noche como el chucu-chú del tren. Yo no sé contar historias. Yo soy el aire en la ventanilla, el traqueteo, el humo de la locomotora, el cataclá-cataclá de los rieles. Yo soy lo que no puede olvidar, lo que no puede cambiar. La noche oscura del alma, las estrellas arrullando sobre nuestras cabezas antes que el viento norte abra sus ojos. Cabalga jinete del tiempo por la llanura de vidrio sobre un monstruo de hierro y humo no te detengas. Yo soy un sapo negro con dos alas.

Un sueño me visita cada noche. En mi sueño estoy viajando en un tren que atraviesa el desierto. El tren se detiene por nada en la nada. Yo bajo a estirar las piernas. El tren sigue sin mí. Desesperado sigo las vías del tren, pero el sol me acribilla de sed y sudor. Mi vista se nubla. Mis pasos flaquean. Hay un instante de ceguera blanca después del cual me desnudo, le doy la espalda a las vías y sigo avanzando perpendicular a ellas, internándome en el desierto. Como estaciones de tren, el sueño siempre tiene el mismo orden: angustia al verme solo, desesperación ante el desierto que me invade y, después de la ceguera blanca, paz, la mayor paz de este mundo y sus alrededores, una serenidad sin tajos, eterna, inabarcable.

Mar

Estaba junto al mar, sobre la arena, el agua cosquilleaba mis pies, iba y venía, subía y bajaba, lamía mi cuerpo y se retiraba.

La arena era clara y radiante como el día; sol y arena se encontraban disfrutando sus semejanzas, se deseaban; cada grano de arena un sol diminuto bajo mi espalda; el sol un gran grano de arena que me abrigaba desde arriba.

El aire navegaba entre nubes quietas; acariciaba mi cuerpo, la piel del mar; se iba dejando nubes inmóviles.

El mar murmuraba en mis oídos, insinuaba secretos que no se atrevía a pronunciar, se acercaba buscando cómo hablar y se retiraba como si de golpe recordara que había dejado algo olvidado en otro lado.

Cuando despierto, el rumor del mar habita en la respiración de mi amado.

¿Dónde estás?

No estás a mi lado sino dentro de mí, como una fruta amarga. No puedo mirar tus ojos de almendras, sólo recordarlos, nunca pude llorarlos. Elegiste alienarte, y en el momento más íntimo no pude ni rozar la punta de tu alma. Quisiste tenerme, vos que no sos dueño de vos mismo, y los dos –separados– caímos en tu boquete. ¿Qué quisiste hacer conmigo, juguete voluntario y plegado en tus manos? Te escondiste bajo nueve máscaras, y no pude sacarte ni una, pero bajo todas ellas los ojos que vi fueron siempre los tuyos.

No podés tocarte, y por eso no pudiste tocarme. No podés mirarte a los ojos, y por eso cuando nos miramos no pudiste quedarte. Caminé hacia vos de frente, las palmas abiertas, la mirada franca, y vos no pudiste apropiarte de tu deseo y unirte a mí.

Desanudos

Érase que se era, hace mucho tiempo y en un lejano país, un Señor que vivía muy feliz con su amada esposa, en un bello castillo rodeado por bosques, lagos, y más allá campos que sus labriegos trabajaban con amor y dedicación porque su buen señor era justo y equitativo con ellos. El clima era benigno y diáfano, los días largos, las noches frescas, las cosechas buenas; todo habría sido dicha y felicidad para los señores y sus campesinos si no fuera porque ¡ay! deseaban un hijo, y éste no llegaba... Las estaciones se sucedían, los años pasaban, y los señores entristecían añorando al ansiado niño... Hasta que un día, la felicidad fue completa: la buena señora esperaba un bebé, y cuando llegó el día, cuál no sería la sorpresa y felicidad del padre al ver que en vez de un niño habían nacido ¡dos niñas! Dos criaturas hermosas y cristalinas, con la belleza de la madre y la sabiduría del padre. Pero, ay, tanta felicidad no podía durar. Días más tarde la madre enfermó y murió, sin haber acunado en sus brazos a las niñas ni una sola vez.

A pesar de la tristeza que lo embargaba, el buen señor se dedicó con ahínco a sus hijas, quienes eran las niñas de sus ojos, y se propuso brindarles toda la felicidad posible. Con esta idea se casó con una mujer más joven que él, para que las cuidara y amara como una madre. Pero ¡ay! quiso el destino que el rey muriera, apenas unos pocos años después del casamiento.

Las niñas, acurrucadas bajo la nieve, lloraron desconsoladas la muerte de su padre, mientras su madrastra se alejaba del castillo en un carruaje desbordante de baúles y doncellas. La viuda se instaló en París, e iba a la Ópera todas las noches, cenaba con los cantantes más famosos, reían juntos, tomaban champán en sus zapatos, comían ostras hasta en el desayuno, etcétera etcétera. Así fue menguando su fortuna.

Mientras tanto, las mellizas, que contaban entonces con catorce abriles, solas, en el castillo, concibieron un plan. Decidieron separarse. Una saldría al mundo, en busca de ayuda. La otra se quedaría en el castillo hasta el regreso de la que había partido. Puesto que siempre, desde su nacimiento, habían percibido cada una los sentimientos de la otra, resultaría innecesario que se enviaran noticias por más alejadas que estuvieran, ya que cada una sabría exactamente dónde y cómo estaba la otra.

Clara dejó el castillo. Atravesó bosques, bordeó lagos, encontró un río y siguió su curso. Los labradores que cruzaba en su camino la hospedaban, le daban pan, comida, abrigo. Ella continuó la marcha siguiendo las confluencias de los ríos. Hasta que un día, el viento le trajo un aroma distinto, que nunca había sentido. Subió a un promontorio y vio, desde lo alto, una ciudad enorme, plateada, centelleante, y más allá algo inmenso, fabuloso, ondulante, que nunca había imaginado; una extensión azul que no era el cielo ni se parecía a nada que hubiera visto nunca. La niña bajó el promontorio, se acercó fascinada a la ciudad, la recorrió, se perdió, la atravesó guiada por ese olor subyugante y el rumor del agua hasta que llegó al borde azul, ya casi negro, donde la luna estaba por asomar. Sobrecogida por lo que veía, se sentó a descansar sobre un poste de madera carcomida. Pero cuando sintió hambre, y frío, descubrió que la gente de la ciudad no era como los labriegos, y nadie quiso darle ni comida, ni abrigo, si no daba algo a cambio. La niña rebotó contra las paredes hasta que finalmente una mujer la hospedó, a ella, que estaba desgreñada, sucia, fatigada, hambrienta. La mujer la bañó, le dio de comer, le ofreció un cuarto con una cama y frazadas, y le dijo que podía quedarse todo lo que quisiera. Lo único que le pedía era que Clara fuera amable con los marineros que todas las noches visitaban la casa.

Clara accedió. Los marineros la iniciaron en una nueva vida de la que nada conocía, y así, por sus charlas, descubrió un día que la ciudad donde vivían no era París, que estaba muchos kilómetros más allá, más todavía de los que ella había caminado desde su infancia. Madam le dijo que sin dinero no podría llegar y que ella —Clara— no tenía dinero.

Mientras tanto, Ema, en el castillo, acompañó a su hermana en su peregrinar, sin moverse de las almenas: sintió la nieve en sus pies cuando su hermana atravesaba los campos, el abrigo de los labriegos, el aroma desconocido que le inundó el alma, el hambre desesperada de la ciudad, el ulular de los marineros trajinando sobre su hermana. Hasta que un día los sirvientes le informaron que la viuda había muerto en París sin tiempo de liquidar por entero la fortuna heredada: no quedaba mucho en comparación, pero sí lo suficiente para vivir medianamente de rentas hasta el fin de sus días. Ema despidió a la servidumbre, cerró el castillo, se despidió de los labriegos, entristecidos por su partida, y recorrió el mismo camino que Clara, ayudada por el recuerdo de las sensaciones que había experimentado en las almenas cuando Clara lo recorría. Pero ¡ay! Llegó a la ciudad portuaria demasiado tarde, apenas a tiempo para abrazarla y asistirla en sus últimos instantes agónicos, pues Clara había contraído la sífilis.

Ema, desconsolada, se mudó a París con su bolso de mano, una chequera y el número clave de una cuenta en Suiza. Rentó un pequeño departamento vacío en un vecindario apartado, siestero y silencioso. Ventanas pequeñas, pocas pertenencias, muebles prestados, y un único recuerdo: un móvil de cristales azules, que había colgado otrora sobre la cuna de ambas, era el único recuerdo de su hermana. No necesitaba más. No podía olvidarla. Olvidada, pasaba el día tomando sol en un banco de plaza, disolviendo terrones de azúcar en el café, ayudando a ancianos a arrojar la basura.

Un día comenzó un curso de jardinería. Los esquejes, gajos, germinaciones, tipos de tierra, tiempos de siembra, le trajeron algo de paz. La lección sobre bonsais le trajo el recuerdo de los bosques de su infancia, y se consagró a ellos. El profesor, un hombre mayor, amante de los rosales y las orquídeas, se enamoró de Ema, y ella, a su lado, sintió algo, un aire, la idea de un aroma, algo que estaba y no estaba, como cuando allá en las almenas sus pies tersos y lisos se sentían magullados como los de su hermana; algo había en el profesor que le acercaba el aroma del sabor del recuerdo de su padre. Cuando él le propuso casamiento, ella aceptó. Se mudaron a una casa en las afueras, con un amplio jardín y un taller de bonsais. Se casaron en el registro civil de la esquina, en una boda íntima, con pocos amigos y algunas alumnas y compañeras de curso.

Ahora es la noche de bodas y están juntos, lado a lado, sobre la cama que por primera vez recibió el peso de sus amores, lánguidos, satisfechos, en silencio. Ella piensa. Con imágenes, sin palabras, en chorros de sentimientos que se entretejen, percibe en un presente instantáneo su infancia, su adolescencia, sus padres, su hermana, su madrastra, el castillo, su viaje, la ciudad del puerto, el aliento agónico de Clara, el sol en la plaza, el terrón disolvente, cada hoja de cada bonsai, el calor de su marido a su lado, la placidez soñolienta de su cuerpo ahora que por primera vez un hombre la ha penetrado, la ciudad de París iluminada, atrás de las ventanas, hasta el infinito, el mar inabarcable en sus abismos, la negra noche con su carga de estrellas, la redondez del globo que se extiende, finito pero ilimitado, a partir del punto donde ellos se encuentran, el transcurrir del tiempo con sus ciclos infinitos, la marcha de las generaciones que caen en el vacío, su propio ser, que dentro de poco será nada.

Él la mira. Tiene la prueba de que ella es (era) virgen. Pero su cuerpo sabe también que ella ya había sentido lo que acaban de vivir. Se pregunta cómo es posible, y no encuentra una respuesta. Simplemente, no entiende. Pero la ama, y se duerme.

Amanece y ella está con los ojos abiertos.

Ver de verano

Fue el verano en que me alimenté de lechuga. Había descubierto una huerta en una quinta cerca de casa, y cada mañana iba lo más temprano que podía —para que el sol no me matara— a buscar la planta de lechuga kilométrica que esa misma noche terminaría de ser devorada. Lavaba en el patio las hojas verdes, verdes casi amarillas, blancas, de donde la tierra negra desaparecía junto con el agua cristalina. Un olor a barro, a lluvia, a tierra abierta, a verdura, se pegaba a mi cuerpo. Entraba a la casa con mi balde lleno de hojas frescas, que comía a lo largo del día generalmente en ensalada; otras veces solas, con gusto a agua.

Fue el verano en que el sol caía a pique durante todo el día. Nuestras sombras nunca se alejaban mucho de nuestros pies; se quedaban vibrando, allá abajo, pero nunca se iban muy lejos ni, prolongándose, se estiraban hacia el horizonte. Vertical caía el sol fuera cual fuera la hora del día, y la noche llegaba de golpe, escamoteando el crepúsculo. Habíamos iniciado un juego, el sol y yo: cada atardecer sacaba mi reposera al patio, la instalaba bajo la sombra del alero, mirando hacia el oeste; llevaba una pava caliente y mi matecito (única excepción a mi dieta a base de lechuga, como si sólo pudiera comer y beber cosas verdes). Me hacía la distraída, pretendía escuchar el canto de los pájaros, buscar mensajes en las nubes. Pero yo sabía (y él también) que quería ver el crepúsculo. En eso estábamos; un fulgor dorado me enceguecía, instantes después el cielo estaba casi negro, excepto una franja delgada allá en el oeste donde el azul oscuro se volvía verde y después un amarillo débil. No murmuraba “me cagaste una vez más” porque, a pesar de la soledad, no sentía la necesidad de hablar sola, y porque mi madre me inculcó desde chiquita no usar ese lenguaje.

Fue el verano en que todos en el pueblo decidieron irse de vacaciones; semanas antes del fin de la primavera había aparecido en la plaza de la intendencia un carromato que anunciaba las ventajas del turismo y ofrecía visitas a todos los sitios que nadie podía morir sin conocer. La fiebre de viaje se propagó como epidemia y se fueron yendo todos. Con aire no de vacacionantes sino de peregrinos, la gente más sedentaria que vi en mi vida armaba sus valijas rellenándolas hasta el hartazgo, las ataban con piolines, hilos sisal, cinturones viejos, y se apresuraban para no perder el ómnibus que los llevaría a ver el mundo.

Fue el verano en que en el pueblo sólo quedamos unos pocos: Doña Catalina, atenta a su campo y sus gallinas, inmune a cualquier enfermedad lo mismo que a cualquier novedad, en quien nada que sucediera más allá de la verja de su casa despertaba el menor interés; José, encargado de servir el café en la intendencia, la escuela y la comisaría, bruscamente ascendido a intendente, comisario y juez suplente ante la ausencia de cualquier otro funcionario o empleado municipal; el viejo de los zapatos, llamado así porque pasaba el día frente a una caja de lustrar, aunque era evidente para todos, empezando por él, que el calzado más habitual del pueblo, las alpargatas, no requiere tal servicio. La caja de lustrar, inmaculada y siempre provista de pomadas y franelas brillantes, parecía una excusa que se ponía el viejo para que lo dejaran dormitar tranquilo en una esquina, fumando con los ojos entrecerrados un cigarrito colgante, hasta que al anochecer se levantaba, cruzaba la calle, se tomaba una grapa en el almacén, y se iba a su casa que nadie sabía dónde quedaba, si es que tenía casa. Descubrir la huerta de las lechugas fue algo bueno. De mi casa quedaba para el otro lado, no para el del pueblo, por eso la fiebre de viaje no había tocado a sus habitantes, quienes cada mañana me recibían con una sonrisa y un mate, y elegían para mí la lechuga más bonita.

Fue el verano en que pasé las noches despierta, escuchando el silencio, hasta que el silencio ya no existió, y más allá de las chicharras, las ranas, el viento, pude distinguir los latidos de las hormigas, la tierra rompiéndose al ser empujada por una nueva brizna de hierba, el ruido que hacen las estrellas cuando titilan: desnuda, despierta, en el patio, las miraba entreabrirse con sus brillos pálidos y escuchaba su canturreo. Hablan entre sí, las estrellas por la noche, aguzando el oído había llegado a oirlas. Las escuchaba sin entender su lenguaje estelar, sin siquiera intentar entender. La vida de las estrellas ha de ser muy distinta a la de los humanos, pensaba sin palabras; nuestras experiencias han de ser intraducibles; suponía que aun en el caso de algún día distinguir las palabras de su idioma jamás podría entender a qué se estaban refiriendo; y meneaba la cabeza.

Fue el verano en que cada día era una roca ardiente, enclavada en la tierra como una mole de granito, inamovible; bajo la luz solar yo dejaba de ser yo y tampoco era medianamente nadie ni nada. A mi alrededor se multiplicaba lo verde; a veces amarilleaba; o se transparentaba, cuando iba al arroyo a mojarme la cabeza, los pies, los brazos, la cadera. Entre las paredes de adobe, la hierba del patio, las hojas de lechuga, el agua del pozo, la del arroyo, mis uñas, mis ojos, no había mucha diferencia. Durante el día el sol me amaba, pretendía enloquecerme con sus arrebatos, y yo, vacilante, no podía ceder del todo a sus requerimientos. Por eso iba a buscar la lechuga lo más temprano que podía, antes de que cayera el rocío, por eso sacaba mi reposera a la noche para capturar el momento en que él debía declararse vencido; pero luchaba hasta el fin, el obtuso, el perseverante, y con su fulgor dorado, su franja verde, su caída a pique, era yo la que resultaba vencida.

Fue el verano en que podría haberme planteado la paradoja de estar viviendo en las afueras de un pueblo solitario, abandonado por sus habitantes que repentinamente habían descubierto que existía el mundo, yo, que había trotado por ese mismo mundo durante veinte años antes de venir a caer en esta región extrema, tan extenuada que no podía dar ni un paso más. ¿Qué sentiría Silvia, la maestra de la escuela, cuando descubriera las montañas? ¿Juan, el ferretero, al ver el mar por primera vez, se marearía? ¿Qué diría Tomi, sin duda aferrado a la mano de su hermano mayor, cuando pusiera un pie en la gran ciudad? Sin llegar a formularse como preguntas, estos pensamientos venían a veces en las ráfagas quietas del aire de verano; y yo no podía plantearme ninguna paradoja porque el sol abismal había eliminado de mí paradojas, planteos y elucubraciones.

En ese verano, tenía que ser en ese verano, por primera vez llegó un viajero al pueblo. En el aire quieto, cristalino, detenido, de la siesta, pude escuchar sus pasos resonando en la plaza del pueblo. Pude escuchar el silbido con que trató de comunicarse con el viejo de los zapatos, pero éste, dormido, ni lo ojeó. Pude escuchar unas rondas más en las calles vacías hasta que su sonido desapareció.

En ese verano, en una de las noches de ese verano, el aire negro me traía paz y yo me aturdía de silencio, crujidos, rugidos, croares, hipidos, susurros, titilaciones, cuando un nuevo sonido se sumó al concierto. No fueron sus pasos lo primero que escuché, como había escuchado durante el día, sino su respiración, y supe que se estaba acercando a mi casa mucho antes de poder verlo; él se estaba acercando sin darse cuenta de que en mi casa había alguien; inmóviles, estábamos acercándonos antes incluso de saber que existíamos. Yo había encendido un farol y lo había llevado al medio del patio, había encendido una vela y la había dejado sobre la cocina, había encendido una fogata pequeña en la parte de atrás de la casa, tenía puesto un vestido blanco y estaba en la oscuridad comparando las distintas luces sin verlas, escuchando sus sonidos en la noche, cuando oí por primera vez su respiración. Pude oír cómo el aire se desplazaba a medida que él se iba acercando, cómo la noche se hacía más negra en el hueco que su cuerpo había llenado segundos antes, pude oír cómo sus ojos se sorprendían ante mi casa oscura e iluminada, cómo sus ojos se acostumbraban de a poco y avanzaban por el patio, pude escuchar cómo su cuerpo interrumpía la luz del farol, luego la de la vela, daba la vuelta a la casa, aspiraba el humo de la hoguera; hasta que sin tocarme chocaba conmigo, de pie en la esquina sur de la noche, con mi vestido blanco. Pude oír cómo me miraba. Pude oír en su silencio que venía de lejos, que él también estaba fatigado, que tal como a mí la soledad, y el sol incendiario, me habían llevado a escuchar las vibraciones de lo inmóvil, a él su andar lo había llevado a ver a través de lo invisible. Yo estaba escuchando y él estaba mirando, y podríamos habernos quedado así, de pie, encontrándonos, por otro millar de años. Mis ojos se habían quedado fijos en los suyos; sus ojos profundos se hundían en lo que veía; veía más de lo que yo jamás había visto ni podría alguna vez mirar (podía oírlo en su mirada) pero sólo me escuchaba a mí. Y yo, de pie, miraba sus ojos, su boca, su piel, y escuchaba el universo flotando en la nada, las estrellas chismorreando, el sol aprestándose a volver a calcinarme, la hierba creciendo, la tierra pariendo las lechugas que iría a buscar a la hora del rocío para comer bajo la sombra, escuchaba al verano retrayéndose para dar paso al otoño, la noche sucediendo al día, el agua corriendo bajo la tierra, y el rumor de una mirada nueva, inimaginada, unos latidos que me hablaban con un lenguaje que descifraría de a poco; oía la voz del hombre de pie en mi patio, en la esquina este de la noche, vibrando primero en su garganta, luego en el aire quieto, atravesándolo hasta chocar con mi piel. Y mi propia voz, al responderle, me resultó un sonido virgen, desconocido, inusual, pues casi no había aparecido en todo el verano.

Desacuerdo

Fue un invierno rojo, seco, salobre, insalubre. Rojo por los atardeceres sangrientos que se prolongaban en el fuego de la chimenea; seco por la lija áspera en que se había convertido mi garganta; salobre por el aire de mar que me rodeaba y se adhería a mis ojos, mis ropas, mis manos; insalubre por mí misma, sólo por mí misma.

Si tuviera que elegir una sola palabra para describir ese invierno dudaría entre soledad e insomnio. Había aceptado el puesto de guardafaro y pasaba las noches en vela. Al amanecer apagaba el farol, me tomaba un plato de sopa y me iba a dormir. Cuatro horas más tarde mis párpados se abrían como el telón de un teatro antes de la función y ni Dios lograba que volvieran a cerrarse. Me preparaba un café con leche. Del mar venía la bruma, de la tierra la niebla; ambas se encontraban justamente en mi casa. No me visitaban a mí: se encontraban, ellas, se abrazaban; se asentaban donde el encuentro se producía y charlaban como viejas vecinas hablando de muertos y amores olvidados.

A menos que la niebla fuera más espesa que ese encuentro de chismosas, nada tenía que hacer durante el día. Bajaba a estirar las piernas. Paseaba por la costa. Tiraba piedritas al agua. Juntaba caracoles que volvía a dejar en la playa. Si llovía mucho leía junto al fuego. Una vez por semana cruzaba en bicicleta la distancia hasta el pueblo en busca de provisiones. Al anochecer el mar enrojecía, el cielo también; yo volvía al faro, comía algo, encendía el farol que guiaría a los navegantes solitarios durante la noche. Tenía un libro abierto sobre mi mesa y un tazón de café con leche entre mis manos. Desde mi torre de piedra y arena oteaba el mar en su inmensa negrura. ¿Habría algún osado marino cabalgando su grupa? Circular, la luz del faro escudriñaba el horizonte, pero yo no podía ver nada. Si había alguien ahí, mi luz lo estaría guiando. En el silencio de la noche me gustaba pensar que era una sirena al revés: no cantaba, iluminaba; no para atraer, sino para alejar de los peligros de la costa. Pero no tenía forma de saber si mi luz iluminaba a alguien o no.

Había buscado ese puesto porque no quería oír sonidos humanos. Ahí no los había: estaba el mar rompiendo a mis pies, las gaviotas peleándose por comida, el viento atronando en mi torre, algún perro a lo lejos, algún trueno. Ilusa me dije. Nunca dejarás de oír sonidos humanos: donde vayas, estarás vos.

Había huido de la visión de los humanos porque sentía que quemaba. Benéfica cuando acuden a mí, pasado cierto umbral quemo me dije. No encontraba otra explicación para la cara de chasmuscados con que se alejaban quienes intentaban intimar conmigo. Entonces inicié las negociaciones al cabo de las cuales el mundo y yo llegamos a un acuerdo. El precio era la soledad. El botín la paz. Me fui a vivir al faro, donde el fuego quedaba acurrucado en la chimenea y el horizonte me esperaba de brazos abiertos. Encendía el farol al caer la noche y en todo su transcurso lo encendía y lo apagaba con el ritmo regular que decía a los navegantes “éste es el faro de Tierrafina, están cerca / están lejos del destino”. Encendía y apagaba y volvía a encender y me parecía que estaba escribiendo en la noche con letras de luz sobre papel negro.

Fue un invierno largo, más largo de lo que había imaginado al fin del verano. La sal me rodeaba, y si yo misma no me convertí en sal fue porque no había “atrás” donde mirar. En lo alto de la torre giraba lentamente sobre mí misma. Mirara donde mirara me rodeaba el mar, centelleante, apagado, aplacado. Implacable. Cielo y mar, y una franja delgada de tierra que me unía al continente, a la bahía —panza hueca o sonrisa abierta— que dormía más allá.

Había dejado de hablar porque no tenía con quién hacerlo. Había dejado de canturrear porque con el aire marino mi garganta estaba áspera y dolorida. Tomé té con miel, café con leche con miel, mate con miel, sopa con miel, y nada, hasta que me olvidé cómo era vivir sin un nudo en la garganta y me resigné a enmudecer.

Entonces dejé de soñar. Ahí entré a sospechar que mi acuerdo con el mundo debía de tener alguna cláusula secreta que yo había pasado por alto. Dormía cuatro horas enteras, ni un minuto más. En esas cuatro horas ni una sola imagen se deslizaba entre mis párpados. Palabras sí. Voces lejanas, olvidadas, que reaparecían para hablarme de cosas insulsas, idiotas, atormentadoras. Pero ni una imagen, ni un color, ni una historia. Sin colores por dentro de mis párpados, tampoco los encontraba del lado de afuera. La misma niebla que disfrazaba de cielo al mar cubría mis sueños y no me dejaba ver nada de ellos. Insomne, en blanco, tuve que interrogarme sobre mi acuerdo con el mundo y preguntarme si en su interior no se encontraría encerrado algún error.

Conchas de mar


...atravesando el coral de tu barrera...

Mi familia es la más pobre de la isla. No por nuestras pertenencias: ni nuestra cabaña ni nuestro bote son peores que los de los demás. Somos pobres porque en la isla la riqueza está dada por la cantidad de hijos, y nuestros padres tuvieron sólo dos. Mi hermano y yo nacimos el mismo día. Mi madre nunca se embarazó por segunda vez. Como todos los demás, vivimos de las ostras. Cuantos más hijos tiene una familia, más se sumergen en busca de ellas. Más encuentran para repartir.

Mi padre enseñó a mi hermano los secretos de la pesca, mi madre me enseñó a mí lo que una mujer debe saber. Pero mi hermano murió joven, demasiado joven. Mi padre, anciano, tuvo que volver a sumergirse en el mar en busca de nuestro alimento. Un día no volvió a subir. Negras, de luto, mi madre y yo decidimos hacernos al mar. Partíamos cada mañana al amanecer. Ella guiaba el bote, yo me sumergía entre los corales. Para no tener problemas nos alejábamos del sitio donde todos se reunían. En consecuencia nos internábamos en lugares donde casi no había ostras, o donde, si había, el descenso era muy arriesgado. Nuestros días eran azules, solamente azules; y blandos, y móviles. Pasaba más tiempo del día envuelta por agua que por aire. Me zambullía, recorría con mis manos las paredes de peñascos, las barreras de corales, juntaba lo que encontraba en una red que colgaba de mi cintura, y antes de quedarme sin aire subía hasta el bote, donde dejaba mi carga. Y otra vez. Día a día mis pulmones se ensanchaban. Cuando al atardecer volvíamos al poblado, rodeadas por el aire de las estrellas, me daba cuenta de que ellos extrañaban algo.

He oído historias del mar y sus peligros desde antes de nacer. Nos arrullan con ellas. Nuestras canciones de cuna hablan de pescadores que no vuelven, de sirenas que hechizan, de pulpos que apresan. En las callejuelas, en los muelles, en las playas, nos juntamos cuando somos niños y entonamos en ronda canciones del mar. Conocemos cada uno de sus estados antes de tener edad suficiente para que nos autoricen a embarcarnos. Nuestras vidas dependen de ese conocimiento, y de él se desprende la ley de la isla: las mujeres no deben ir al mar. Lo que mi madre y yo hacíamos no era exactamente un sacrilegio, pero sí era tan extraordinario que nuestros vecinos podían rechazarnos y echarnos del pueblo. Mientras no sucediera ninguna catástrofe, como una tempestad más torrencial y desbocada que las habituales, o alguna pérdida en algún bote, estábamos a salvo. Pero la tensión crecía a nuestro alrededor, porque los períodos de paz nunca son demasiado largos. En cualquier momento algo pasaría, y nos culparían a nosotras. Aunque no lo hiciéramos a la vista de todos, ya nadie ignoraba que nosotras dos, sin hombres, seguíamos viviendo del mar.

Conozco los misterios del mar. Por eso no temí sumergirme en él. Pero después de un tiempo de zambullirme empecé a descubrirlo por mí misma. De a poco, sin palabras, una evidencia fue surgiendo en mí. Relatos, canciones, arrullos, historias: todo lo que había oído sobre el mar, incluso cuando hubiera llegado a mí a través de los labios de una mujer, había sido dicho por hombres. Sumergida, acuante, fluctuante y submarina, descubría qué era el mar para una mujer.

El peligro es otro. A nuestros niños les enseñan a sumergirse sin olvidar jamás el color de la hierba. Que no te invada el azul, que el verde te guíe dicen nuestras canciones. De lo contrario el mar los enajena, y si los enajena, los quiebra. Que no te invada el azul, que no te olviden las estrellas.

A mí el azul me invadió. Mis pulmones ansiaban agua, de noche y de día. Mi piel se resecaba al sol. Mis ojos se enturbiaban en el aire. Mi cuerpo fuera del mar pesaba toneladas. Mis músculos vibraban recelosos; reposaban cuando descendía. Sin embargo el azul no me quebró.

Finalmente entendí la ley de la isla. Las mujeres tenemos prohibido el mar porque nos transforma. Si transformara a todas, el pueblo quedaría sin ninguna. Subí al bote por última vez, y le expliqué a mi madre qué me pasaba. Ahora vivo acá abajo, entre las rocas. De mi cuerpo brota un velo que me cubre y, pétreo, me protege. Dicen que mi madre se convirtió en viento, y ulula contra los mástiles, entre las velas, llorando su dolor; y que mi nombre acunando a los niños es una nueva canción.

Reyes

Este relato comienza con un hombre. Todavía no sabemos nada de él, vamos a saber más a medida que el relato avance. Por ahora sabemos que hay un hombre y que le va a pasar algo.

Este hombre está en una ciudad. Su ciudad. Suya porque en ella nació, pero especialmente suya por propia decisión. Años atrás viajó, vivió una década en distintos países, y decidió volver. Ama su ciudad. Sobre ella hay opiniones divergentes. Hay quienes dicen que no tiene ningún atractivo, que parece una ciudad de provincias, o detenida en el tiempo. Pero hay otros que le encuentran un encanto muy especial. Quiza porque no tiene ningún rasgo espectacular ni es estridente algunos quedan totalmente atrapados por ella. No se ofrece, como otras, diciendo acá estoy, vengan a verme, aquí está mi mejor monumento, por acá mi más antiguo edificio, fotografíenme, pueden hacerlo en pocos días y me llevarán en sus bolsillos cuando vuelvan a sus casas por más lejanas que estén. La ciudad de nuestro hombre no es así. Ella se recoge sobre sí misma, es más bien esquiva con sus encantos que sólo son percibidos por quienes tienen ojos serenos y andar sosegado. Sabemos, los pasos errantes llevan al agua. Los hechizados caen en sus orillas —esta ciudad se recuesta junto al mar— y allí se sientan, al atardecer, a la espera de la hora en que aire y agua no se distinguen más por el color, sólo por el movimiento.

Del otro lado del río nuestra ciudad tiene una hermana mayor. Una ciudad más grande, más violenta, más hermosa y más horrible, porque ella sí es estridente, y salvaje, y escandalosa. Una ciudad que no se contiene a sí misma y se expande furiosa y desordenada; que se olvida de sí misma y se quiebra en basurales; una ciudad muchas veces desesperada. También puede ser tierna, no crean, pero es lo que más le cuesta.

Estas dos ciudades que comparten un mismo río le dieron cada una a su mitad un color diferente. La ciudad furiosa volvió al río marrón. Nuestro hombre vive del lado azul.

Ama a su ciudad y se lo dice. De día la enaltece con sus actos, por las noches la arrulla con sus cantos. Son cantos pequeños, como el murmullo de una madre que hace dormir a su niño. Como la respiración quieta de los enamorados después de besarse hasta el hartazgo. Caben en una mano, como caben un poco de agua clara, un panadero que llegó volando, el hombro de un amigo cuando queremos palmearlo. Pero como el panadero, el hombro o el agua, no se quedan en la mano, se escapan, cruzan el aire, el río, las montañas.

Dije que a este hombre le pasó algo. Lo que pasó fue pequeño como sus cantos: recibió unas cartas. De una mujer. Esta mujer no cantaba, dibujaba. Pero escuchó los cantos que venían de la ciudad pequeña y quedó embrujada. Y le envió al cantor sus dibujos pequeños: letras, hileras de letras prolijas, pequeñitas, alineadas en papeles blancos, rosas, marmolados, y las letras al unirse formaban árboles, océanos, nubes de tormenta descargando sobre líneas de sombras. Arrullos sin música ni oídos.

¿Qué sabemos de nuestro hombre? No crean que yo sé mucho más que ustedes. Lo poco que sé lo voy a compartir ahora mismo. Es un buen hombre. Tiene algo muy importante: hace lo que quiere, quiere lo que hace, y eso no es fácil de encontrar en ninguno de los dos lados del río. Vivió por lo menos cuatro décadas y dos amores.

¿Qué sintió nuestro hombre ante las cartas que llegaban del otro lado del mar? (porque nuestra mujer, claro, vive del lado marrón). Vamos a imaginarlo juntos. Supongamos que nuestro hombre primero se sorprendió y después se conmovió. No sabemos bien por qué, pero algo que encontró en esos papeles con letras alineadas lo intrigó, y se preguntó cómo sería la mujer que dibujaba así su propia alma.

Entonces ¿vieron? ahora tenemos muchos más elementos. Hay un hombre, como al comienzo, pero también hay una mujer (también como en el comienzo, pero ahora estoy pensando en lo que dicen sobre el inicio de los tiempos). Tenemos también un río y dos ciudades. ¿El río las une o las separa? Eso depende. Cuando los corazones quieren estar juntos, sienten que la distancia separa. Cuando los corazones están en paz nada puede separarlos.

Nuestro hombre viaja a la ciudad del estruendo y busca a la mujer de los dibujos. Quiere saber qué mano trazó esas líneas sobre el papel. Quiere saber qué ojos miraron el mundo con ese amor. Quiere estar aunque sea diez minutos frente a esa mujer, ocupar el mismo metro cuadrado de aire y tierra. Vuelve a su ciudad con el recuerdo de unos ojos que nunca antes había visto.

¿Qué sabemos de nuestra mujer? Nació en la ciudad escandalosa, y la ama después de haberla rechazado, después de haber intentado huir de ella. Cuando llegó al límite de su fuga y se encontró, lejos, pelada como un hueso, se contempló a sí misma desnuda y decidió volver y dejar salir los dibujos que tenía adentro escondidos. Vivió tres décadas y un amor.

Nuestra mujer, que ahora sí ama la ciudad donde nació, ama también su hermana menor, la ciudad pequeña. Es de aquellos que cayeron subyugados ante su encanto mudo, opaco, vespertino. Quién sabe por qué, quiza porque ella misma tiene una hermana mayor, quizá porque le gusta más el silencio que la estridencia. Ama a la ciudad pequeña y la va a visitar cada vez que puede; ama los cantos del hombre a la ciudad, y ahora también ama al hombre.

¿Qué sintió nuestra mujer cuando se encontró con nuestro hombre? En el momento era vida pura, quizá es más importante lo que sintió después. Quedó preñada de nuevos dibujos que salieron como explosiones, que inundaron primero a la mujer y después los alrededores, encharcaron las calles y llegaron, rodando, despacio, hasta el costado marrón del río, donde flotaron como barcos de papel mientras los hundía la corriente. Parió un dibujo tras otro, y después otro, y en sus dibujos estaba ella misma pariendo, y se paría a sí misma, y renacía y paría el mundo, el tiempo, el aire y el fuego, las aguas de arriba y las de abajo. Estaba también el hombre que cantaba, y las dos ciudades vecinas amándose sobre las olas bicolores, y la mujer con sus dibujos daba a luz al amor que la alumbraba.

Cuando dejó de parir y de dibujar el universo nuestra mujer cruzó el charco para visitar la hermana pequeña. Sentada al borde de la ciudad, mirando el agua cambiante y eterna, no vio al cantor, ni el cantor la vio a ella. La vio otro hombre. Un hombre pequeño como los ojos de un niño, que se enamoró como se enamoran los niños y las estrellas. La mujer sintió que la vida le estaba regalando algo que llegaba tarde, como cuando sus tías le regalaban el vestido que había deseado durante dos veranos pero ahora le quedaba varios talles chico. No era culpa del hombre que ella no pudiera amarlo, él merecía su amor absoluto. No era culpa de nadie, sencillamente había pasado el tiempo. Ante el hombre enamorado se sintió responsable de no herirlo y le regaló lo que pudo bajo la luna de verano.

¿Qué sabemos de este segundo hombre? Poco también. No nació en la ciudad pequeña sino en un pueblo —tal vez una hermana menor de la hermana menor—. La adoptó años atrás y convive con ella. Vivió también en otros países, tres décadas y media y un amor. Cuando encontró a la mujer que miraba el mar, nuestro hombre que no canta creía que no existían mujeres claras.

¿Qué sintió el hombre que no canta? Quizá creyó que la mujer era una aparición, o un regalo de Reyes. ¿Qué sintió cuando ella se fue y él se quedó en la ciudad pequeña? Dijo que se iba a la rambla a llorar. Pero yo creo que se fue a dormir, y por primera vez después de mucho tiempo soñó con ángeles. Y al otro día, en su taller, entre el ruido de las sierras y las nubes de aserrín, se sintió menos solo, y un par de veces, mientras tarareaba concentrado en su trabajo, se encontró girando la cabeza por sobre sus espaldas porque había sentido que una mano le palmeaba el hombro. Y aunque nuestro hombre que no canta pero tararea, que no nació en la ciudad pequeña sino en otra más pequeña todavía, se haya sentido triste o melancólico durante unos días, yo creo que de a poco la mujer que miraba el mar y que, aunque él no supiera, encharcaba con sus dibujos, se fue quedando adentro suyo como un recuerdo, y después ya no como recuerdo que da calor al corazón sino disuelta en sus tejidos, como algo inmaterial que viaja al igual que la sangre por nuestras venas y oxigena los pulmones y nos constituye. Algo que un día podrá asomar por sus pupilas y ayudarlo a encontrar una mujer que tenga ganas de barrer aserrín, tararear junto a él y criar niños con ojos de niño.



Hay algo más que me gustaría decirles de mis personajes antes de despedirme de ellos y de ustedes. Del primer hombre dije que es una buena persona y que es fiel a sí mismo. Es, también, uno de esos hombres cuya existencia justificaría a la humanidad si alguna vez algún dios malhumorado se planteara qué hacer con este universo descarriado. Es uno de esos hombres que provocan, en el país que los procreó, contracciones como terremotos; en respuesta los actos de tales hombres expanden, sin que ellos se lo propongan, la tierra natal. El segundo hombre cuando muera va a ser llorado por padres, hermanos, hijos, sobrinos y amigos que recién en ese momento van a descubrir lo enorme que puede ser el llanto por él. Es un hombre que no inquieta la tierra donde nació ni el aire que lo rodea. Y sin embargo muchas veces la mujer (de quien nada más puedo decir porque el pudor me lo impide) sola, en su casa, en el silencio de la noche, piensa en los dos hombres y siente que nada los diferencia.

Shimenawa

Después de una rencilla familiar (una pelea con su hermano de calibre mayor que las habituales) Amaterasu se encerró en una cueva celeste y trabó la entrada por dentro. No salgo más se dijo. Van a ver, ja. Lo de “Van a ver” no podía ser más metafórico, ya que Amaterasu era la diosa del sol. Era, propiamente, el sol, y si a ella se le ocurría quedarse encerrada en su cueva de por vida, el mundo aún increado quedaría hundido en la más ténebre tiniebla por siempre jamás. Mientras del lado de afuera los ocho millones de dioses restantes tropezaban unos con otros, del lado de adentro Amaterasu se aovillaba en un sillón, dudaba ante un libro de poesía y se decidía por una revista de historietas, ponía un disco de Sui Generis y mordisqueaba indolentemente una manzana dejando que el enfurecimiento se le pasara.

Del lado de afuera, los ocho millones de dioses se reunieron a cavilar. Era imprescindible que el sol volviese, pero ¿cómo sacar a Amaterasu de su cueva? Por fin los dioses idearon un plan. Construyeron un espejo gigante y lo ataron entre las ramas de un gran árbol. Encendieron grandes fogatas y trajeron gallos que cantaban todo el tiempo, como si siempre amaneciese. Finalmente, se pusieron a recitar y tocar música con gran jolgorio y algarabía, y le pidieron a Uzume, una diosa muy bella, que bailara como sólo ella sabía. Tanto se divertían los dioses que con sus risas sacudían el cielo.

Tal estruendo hicieron que Amaterasu, del lado de adentro, los oyó y se asombró. Parece una fiesta se dijo. ¿Cómo puede ser que se diviertan sin mí? Destrabó la puerta y asomó la cabeza. Pensé que si yo me iba se iban a quedar todos tristes dijo, y asomó los hombros. ¿Por qué tocan una música tan buena y Uzume baila así? y asomó el torso. Entonces los ocho millones de dioses le contestaron Lo que pasa es que vino a vernos una deidad mil veces más deslumbrante que vos. Y haciéndole señas con la mano agregaron Vení a ver. Mientras Amaterasu salía de su cueva sin poder cerrar su boca, los dioses levantaron el espejo enfrente suyo y le mostraron su propio reflejo.

Mientras ella estaba todavía encandilada, los dioses pusieron a sus espaldas, delante de la entrada de la cueva, una cuerda de paja trenzada que se llama shimenawa. Y le dijeron Ya nunca más podrás ir más allá de esta cuerda.

Gracias a esto, el sol se va todos los días a los confines de la tierra, pero ya no puede irse para no volver, porque la shimenawa se lo impide. Así, Amaterasu vuelve cada mañana y nos ilumina.
Por eso en Japón reverencian la shimenawa, que adorna las puertas de los templos y las calles durante el Festival del Año Nuevo, porque representa la línea que separa lo que existe y lo que no existe, la renovación del mundo en el umbral del regreso, el milagro del retorno de la luz.

Quadratura circuli

Los santos sabios de los tiempos antiguos hallaron el círculo, y vieron que el círculo era bueno. Contemplaron el cielo y vieron el sol que nace, crece, declina y desaparece para luego renacer; vieron la luna que nace, crece, se llena, para luego menguar, ocultarse y reaparecer; y vieron las estrellas, rajaduras luminosas en el telón oscuro de la noche, girando año tras año con paciencia infinita. Los santos sabios se volvieron entonces hacia la tierra y contemplaron los brotes primaverales naciendo, creciendo, fructificando, replegándose para dormir su noche blanca y después reverdecer. Los santos sabios se volvieron entonces hacia el agua y vieron la lluvia cayendo en la cima de las montañas, bajando por sus laderas como riachos, confluyendo en torrentes, fundiéndose con el mar para luego subir de nuevo al cielo y volver a caer en las alturas. Entonces los santos sabios se contemplaron a sí mismos y vieron el mismo círculo: del vientre a la luz, para crecer, multiplicarse, declinar y volver al vientre, generación tras generación.

Los santos sabios de tiempos antiguos vieron que el círculo era bueno, y lo pintaron en sus templos y en sus mentes para contemplación y felicidad de todos los hombres. Habiendo penetrado el orden del mundo externo y la propia interioridad en su núcleo más profundo, comprendieron el destino. Con ramas de artemisia crearon el oráculo para ayudar a los hombres a penetrar el misterio de las luminosas divinidades. Pronunciaron estas palabras: Shri - Chakra - Sambhara - Tantra, y el círculo se hizo. Con jaguares y cacao y pirámides de sol el círculo echó a rodar. En cavernas de piedra, con pieles de oso, señalando las cuatro direcciones, sobre una flor de loto, abarcando en su centro el abrazo de Shiva y Shakti, trazando el mundus a su alrededor, reuniendo todas las fuerzas: las creadoras y las destructoras, luz y sombra, wayang sobre su kelir, yin y yang, Marduk y Tiamat, Seth, Isis y Osiris, Proserpina en el Hades y fuera de él, el círculo giró como una rueda sin fin e hizo felices a los hombres.

Pero llegaron los profetas, trayendo consigo un cuchillo muy grande, y al círculo le hicieron un corte. Tomando los bordes abiertos de la herida, tiraron, tiraron y tiraron hasta alisar la onda, y el círculo se transformó en línea. Ataron un extremo a una piedra, y dijeron "génesis". Ataron el otro extremo a otra piedra y dijeron "apocalipsis". Y no permitieron que nunca jamás los extremos se reunieran.

El círculo quedó roto. Exhausto. Caído por tierra. Inmóvil. En su lugar una línea: algo que empieza no sabemos cómo, dura no sabemos cuánto (apenas un rato a la buena de Dios) y se acaba de golpe. O si no algo que dura eternamente hasta perderse de vista en el infinito, como la línea muerta de los electrocardiogramas nulos. La línea es pena, inquietud, sinsentido, e hizo que los hombres empezaran a temer la ira de Dios y olvidaran los círculos celestes y terrestres, que olvidaran que sin luz no hay sombra, y desearan quedarse siempre del mismo lado del tablero. Desde entonces Occidente vive penando, y como una peste contagia su pena a quien se le ponga a tiro.

Sin crónico

para Vera Loscuro

Pasta de papel, madera y aserrín para rellenar las vigas. Separo lo que se come de lo que se pudre. Las hormigas dan sabor. Los pies secos, la cabeza fría. Las manos con barro. La lana sobre la piel, no; primero papel. Lo que se come se guarda, no mucho tiempo. Lo que camina, lejos. Las ratas muerden la sangre, no la orina. El moho cura la piel. Piolines, cuerdas, cordeles, alrededor de la muñeca, del tobillo. Lo que cae lo reviso, algo hay. Separo lo bueno, alejo lo malo. Todo sirve. Hongos de la humedad. Termitas. Tapar los agujeros; cuando se juntan, matan. Si no lo como se descompone. Como lo que no comen. Si no lo como me lo comen. El barro limpia. La luz mata. El agua pudre. Sin fuego. Cenizas renacen. Piojos, pulgas, chinches, evitarlas. Arañas buenas, telarañas sobre piel detienen la sangre, desinflaman. Arañas machacadas curan fiebre. Caracoles hervidos curan hernias. Orina cura úlceras. Excrementos de ratón hacen crecer el pelo. Cerebro de gato frotado contra garganta alivia, cura fiebre. Saliva de hombre en ayunas mata áspides. Huesos de hombre triturados curan convulsiones. La verbena dice si un hombre morirá, también enamora. Lavo los cuerpos, amortajo, expurgo, se van livianos. Envuelvo con vendas. Cuento los huesos. Canto los días. Peso las almas. Las vísceras a los buitres. Los ojos a las golondrinas. Cruzan el río. Beben el agua, olvidan. Hundo los remos. Marco el compás. Doy manzana, la muerden. Crecen gusanos. Enciendo las velas. Cuentan los días. Llenan papeles. Marco las horas. Lloro por todos. Guadaño cosechas. Separo paja del trigo. Cierro los ojos. Por las bocas escapan mariposas blancas. En boca cerrada no entran. Cubro con caracoles. Al tercer día se van. Ventanas y puertas abiertas para que salgan. Del otro lado del río, enterrados lejos para que no puedan volver. Quemo sus pertenencias, no los nombro. Son moscas, mariposas, pájaros, armiños, lobos, zorros. Nos rodean, nos aconsejan, nos guían. Nos hacen trampa, exigen nuestro dolor, pueden matar. Lamento, lloro, deploro, arranco mis cabellos, lacero mi cuerpo. Una falange menos por cada uno. Itel com tu es itel fui. Tal como eres yo fui, tal como soy tú serás. L’anaou, l’Ankou. Cruceiro. Están en los caminos, en los lugares abiertos, en las encrucijadas, en los bosques, en los peñascos, en los glaciares, salen de noche en hordas infernales. Por San Adrián, San Cristóbal, Santa Bárbara y la Virgen de los siete dolores: de morte repentina libera nos Domine. Ars moriendi. Benandanti. Funebre carmen. Lejos, que no bailen conmigo la danza macabra, que no jueguen al ajedrez. Memento mori. Máscara mortuoria. Larva, masca, maschera, maske, mask. Mixquic. Fiesta de los muertos. Cráneos de azúcar rosa. Velas ardiendo durante días. Mictlantecuhtli, Mictecaihuatl. Cuchillos de obsidiana para el sacrificio. Son búhos, arañas. Les doy tamales, mole. Zenpazuchitl. Nos visitan en el plenilunio del séptimo mes. Con la oreja en la tierra escucho sus gritos. Levantan las tapas de las marmitas de los infiernos. Son peligrosos, arrasan a su paso. Mu-en botoke. Limpio los caminos de la hierba del verano para que puedan regresar los buenos consejeros. Enciendo fogatas para que vengan: mukae-bi. Felices fiestas. Comemos juntos pescado. Hago monturas de pepino. Cantamos sûtras. Enciendo fogatas para que se vayan: okuri-bi. Dejo en las orillas cestas con ofrendas, barcos de paja, figuritas de paja en parejas, linternas encendidas. Gracias por venir. No vuelvan demasiado pronto. Todo lo que está de pie se acostará. El collar de la muerte no rechaza ningún cuello. El agua no rehúsa disolver ningún cristal de sal, por grande que sea. El bien descenderá al mundo de los muertos. Existen, comen, beben, aman, odian, responden nuestras preguntas, fecundan nuestras mujeres, fertilizan los campos y los animales. A la orilla del río veo los cadáveres pasar. Incinerados hasta que sólo quedan cenizas, huesos calcinados, brasas. El primogénito enciende el fuego. Recojo los restos y los tiro al río. ¡Hi mulo! Nuestros cuerpos deben descansar sobre la tierra tal como estábamos cuando nos teníamos en pie. Velamos tres días y tres noches. Los hombres no se afeitan, las mujeres no cocinan. Los hombres tocan el violín, las mujeres lloran violentamente. Quemamos todas sus pertenencias o las vendemos a quienes no son como nosotros. No los nombramos nunca más. Mientras se pudren me amenazan. Se quieren vengar de mí porque sigo viva. Por fin se apaciguan. Sus huesos blancos, pulcros, limpios, se reconcilian conmigo. Voy a vivir, voy a vivir. Voy a crecer, voy a crecer. Voy a despertar en paz, no me voy a pudrir, mis entrañas no van a descomponerse, no voy a sufrir ningún defecto, mis ojos no van a quedar vacíos, los rasgos de mi rostro no van a desaparecer, mis oídos no van a ensordecer, mi cabeza no será separada de mi cuello, mi lengua no será llevada lejos, mi cabello no será cortado, mis cejas no serán rasuradas, ninguna afrenta me tocará. Mi cuerpo será restituido, no decaerá ni será destruido sobre esta tierra. Soy el fuego, el hijo del fuego, a quien fue dada su cabeza antes de ser cortada. Yo me tejí a mí mismo, me hice entero y completo, renové mi juventud, soy el amo de la eternidad. Homenaje a mí, gobernador de los hombres y mujeres que volverán a nacer.

La ceguera del arquero zen

Años atrás me desperté pensando en esta verdad universalmente reconocida: vemos con más claridad las historias de los demás que las propias, damos mejores consejos a los demás que los que podemos darnos a nosotros mismos. Aquella mañana, remoloneando en la cama, me pregunté por qué pasa esto. Y me contesté: cuando pensamos las historias de los demás vemos los movimientos, a los que suponemos motivos, necesidades, causas, etcétera, en cambio cuando pensamos las nuestras vemos los sentimientos, y todavía no hay actos. La diferencia es la que hay entre estar en la costa contemplando con largavistas una regata o estar inmersa en el mar flotando a la deriva.

Aquella mañana seguí reflexionando: actuamos ciegamente, en todos los casos. Por ejemplo: sé que en algún lugar de cierta ciudad vive un hombre cuya obra me maravilla. Esto es un hecho del mundo. Mis ganas de conocerlo y la carta que escribo son otros dos hechos de este mundo. Pero el encuentro de los tres hechos es como el encuentro de la mano del ciego con la taza de café que quiere tomar. La taza existe, es un objeto de este mundo; tiene peso, volumen, forma, color; la luz la ilumina; ocupa un lugar preciso en el espacio y en el tiempo. El ciego sabe todo esto y estira la mano impulsado por estas certezas, pero hasta que no la toca no sabía dónde estaba la taza, ni si estaba ahí o no.

Años después estas reflexiones me parecen hermosas pero ya no reflejan lo que siento. Me siento ciega en muchas oportunidades y vidente en tantas otras. Pensé que había cambiado la cualidad de la ceguera, o su grado, o su sentido. Que al reconocer la ceguera de mis ojos visibles había desarrollado la videncia de mis ojos invisibles, como esos monjes zen que practican tiro al arco con los ojos vendados, y aciertan.

Después de unos días de dar vueltas con estos pensamientos entendí por qué su imagen inicial ya no me representa: no estoy ni en tierra firme contemplando la regata ni inmersa en el mar flotando a la deriva. Estoy en un velero conducido por los vientos y las mareas, y si bien es cierto que mi derrotero depende más de ellos que de mí, hay cosas que sí puedo hacer, como apartarme de los arrecifes u otros lugares donde encallaría o naufragaría. El monje zen tensa su arco. No necesita percibir dónde está la diana. Caiga donde caiga la flecha, acertará. Cuanto más ciega estoy mejor veo. Soy ciega a los resultados y vidente a mi deseo.