Relatos de amor

Después de años de pelearme conmigo misma porque los hombres que yo deseaba no hacían lo que yo quería (no me hablaban ni me miraban cuando yo quería, ni me declaraban su amor cuando a mí me parecía el momento ideal; es decir, básicamente: no se enamoraban perdidamente de mí) y en especial después de un nuevo desengaño de la mísma índole, caminaba una noche por calles empedradas y silenciosas cuando comenzó a aflorar en mi mente —no tan repentinamente como una luz que se enciende sino más bien como un capullo que florece o un fruto que madura— una idea capaz de alterar mis recuerdos. Caminé un rato sobre los adoquines desparejos sintiendo claramente el contacto de mis pies con la piedra (llevaba zapatos de suela fina) y pensando que no debía considerar este nuevo desengaño como un pronóstico desfavorable a la posibilidad de lograr una mayor intimidad con el hombre en cuestión (llamémosle, por ahora, X) puesto que, al recordar el momento de mayor afinidad con él (una charla de una hora y media en un café donde la comunión de almas fue absoluta y conmovedora) se hacía evidente que a partir de ese máximo punto de gozo todos los demás encuentros con X no habían sido más que despedidas. Lo que ahora se me aparecía como evidente era que yo no iba a acercarme más a X porque ya habíamos tenido nuestro más fuerte encuentro a partir del cual sólo se sucedían separaciones. Esta idea, estoy segura, estaba ya esbozada en mi mente. y lo que ocurrió esa noche mientras pisaba piedras yendo a casa fue que se desplegó en mí mostrando toda su evidencia. Y, lo que me resultó más cruel aún, arrojándome la sorpresa de advertir que cuando estoy convencida de que mi relación con un hombre al fin tiene un inicio glorioso, en realidad estoy viviendo sin saberlo su momento final, a partir del cual los demás encuentros son como esas citas que se dan los ex-novios con cualquier excusa y que no tienen mayor objeto que reproducir una y otra vez el momento de la despedida para lograr que entre tantos simulacros la verdadera separación pase desapercibida. Como de inmediato comprendí que esto no sólo me había ocurrido con X sino también con Z, pensé que si releía mis historias con ellos de esta nueva manera, podía reubicar el centro, digámoslo así, en el punto de mayor encuentro, lo que daba como resultado que ambas eran relaciones terminadas antes de lo que yo creía (antes de empezar, se podría decir desde mi punto de vista anterior).

Como, al fin y al cabo, mis historias con ambos ya no son hechos sino relatos, relatos que me hago a mí misma constantemente y, ocasionalmente, a los demás, mientras que los hechos desaparecieron en el tiempo, puedo ahora relatarme estas historias terminando donde antes me gustaba iniciarlas: recobran valor, entonces, las escenas previas al apogeo amoroso y se tiñen con el dolor de la despedida las escenas posteriores. El relato entero toma un cariz teleológico, como si todo antecediera a una determinada situación cuya prolongación parece inútil; como si esta nueva técnica narrativa se basara en calibrar la intimidad de cada encuentro para luego poner en el de mayor intimidad el centro en relación al cual pensar los encuentros anteriores y posteriores como yendo hacia él o alejándose de él. Esta forma de relatarme mis historias me parece paradójicamente menos egocéntrica, ya que los ordeno según la cercanía, que es de dos, y no según mis deseos, que son individuales. Resulta interesante sin embargo destacar que en los nuevos relatos soy una protagonista bastante ignorante en manos de una narradora demasiado tradicional.

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