Queridísimo residente de allende los mares

Heme aquí otra vez, como tantas anteriores, munida de algún instrumento de escritura por demás vano, y ante una hoja de papel, en un todo consubstanciada con mi ferviente deseo de hacerte llegar unas palabras nomás de la querida Patria. Mi corazón, apreciado amigo, no ha dejado de latir desde que tuviéramos uno del otro las últimas noticias, ni mi sangre ha dejado de circular por mis venas. Múltiples y variados sentimientos han poblado mi alma, y puedo decir que mientras unos pocos de ellos la han ensombrecido, son los más los que la han enriquecido; por eso puedo afirmar que soy una mujer feliz. Y afirmo esto aún a riesgo de ser tildada de vana, superflua o indiferente hasta el escándalo con respecto a los males del mundo, pues, inmersos en un siglo que decae, prisioneros de un globo a punto de estallar, la felicidad puede parecer a los espíritus pequeños un mal prescindible o aún peligroso. Es precisamente sobre estos males sobre los que me elevo, para afirmar que soy, como dije, y haciendo un balance de mis últimas experiencias físicas y psíquicas, una mujer feliz. Y es con un tono de voz combativo y un poco desafiante hacia esos hipotéticos espíritus pequeños que lo afirmo. Y es citando a un poeta ciego ya muerto que afirmo que la felicidad y la esperanza son un deber, y que uno debe ser feliz aunque sólo sea por orgullo. Pero no es por orgullo por lo que soy feliz en este momento, sino gracias a un aprendizaje que ya lleva casi 25 años.

¿Qué palabras de la patria acercar a tí, querido y alejado amigo, en estos días aciagos? No las torpes palabras con las que el enemigo intenta inmovilizarnos, pronunciadas a gritos con voces cada vez más atronadoras y consiguiendo cada vez un efecto más débil. No las palabras pretendidamente neutras, que de tanta neutralidad tienen ya un color marrón como el de la tierra, y que según dicen tanto pueden pronunciarse aquí como en el confín más alejado de este mismo punto. Pero tampoco las palabras quedas, que callan tanto como pronuncian, que se intercambian los cuerpos en sus encuentros amables y cotidianos, cuando es olvidada por obvia la posibilidad de sentirnos uno al otro nuestro propio aliento. Quiero acercarte una palabra propia, nacida en esta tierra, que soporte la distancia y, como paso previo, quedar pegada a este papel, y que pueda llegar a vos con la cordialidad de una mirada o el rumor de voces amigas. Qué despojados nos encontramos cuando nos encontramos así, por carta, y qué poco necesitaríamos si nuestros ojos pudieran encontrarse. Pero no es por ser adversa nuestra condición distante por lo que podemos escudarnos detrás de quejas y gruñidos. Encontrar la palabra que busco puede llevar años, decenios, un tiempo inconmensurable, o breves segundos, no sé, pero la búsqueda no debe ser gobernada por plazos toscos. Cuando la encuentre te la haré llegar.

Tu corazón también ha latido, y tu sangre ha circulado por tus venas, en este tiempo en el que poco hemos sabido el uno del otro. Es posible que al llegar esta carta tus pulmones ya respiren el aire de otra ciudad y tus ojos vean otro cielo que, por supuesto, es siempre el mismo que ven los míos. Si es así, tu horizonte fue modificado y la breve ciudad que desde hace años recorrés hasta la memoria de cada callejuela ya no es el centro de tus palpitaciones sino una mancha allá lejos en el paisaje. La modificación que tu nueva dirección pueda provocar entre vos y yo, en cambio, es tan sutil que mi imagen de vos casi no es alterada por un hecho que sin embargo, para vos, puede ser fundamental, así como mi mudanza de Caballito a Pacífico poco representa en tu recuerdo de mí. Estas reflexiones pueden decirnos algo sobre el destino de la memoria o ser una pérdida de tiempo, pero yo, que las escribo, no puedo juzgarlas.

En la tarde tranquila, en la ciudad nublada, ciertos hechos pueden hacer de cada hogar una selva impenetrable o una excursión a nado en un lago cristalino. Cada corazón permanece más mudo a los demás que todas las estrellas titilantes de la noche. Cada vida es en la inmensidad del tiempo tan leve y tan refrescante como esas ráfagas breves que en la primavera sólo consiguen de las cortinas un estremecimiento; o como la carcajada somnolienta de algún dios menor de un panteón superpoblado. Brisa o risa, qué más somos, pero somos todo lo que tenemos.

Que tu corazón lata y tu sangre circule y tus pulmones respiren cualquier aire y tus ojos vean cualquier cielo, que siempre será el mismo que ven mis ojos. No importa qué aire respirás, sino tu ritmo de respiración.

Hasta muy pronto

M***

No hay comentarios: