La verdad revelada

Dios está sentado en una roca al borde del abismo; la fresca noche va transformándose en un mar de nubes azules; de las laderas silenciosas sube un murmullo verde y cristalino. El hombrecito acurrucado a sus pies tamborilea sus dedos; después amontona cantos rodados; más tarde traza con un palito signos en la tierra. No son gestos de nerviosismo, ni de impaciencia, porque no espera nada. En cualquier momento mi astro asomará, piensa Dios, y enrojecerá todo.

—Bien —aunque Dios no lo mira el hombrecito sabe que se dirige a él—. ¿Estás listo?

Hombre asiente. Toma sus útiles y mira a Dios, atento, ahora sí a la espera.

—Bien —vuelve a murmurar Dios, y luego en un tono más alto—: En el principio era el caos. Todo estaba unido, confundido, entreverado; todo era penumbra, y las aguas de arriba eran lo mismo que las aguas de abajo. Entonces separé el día de la noche, creé la tierra y el rocío.

—Disculpe Usted —musita Hombre entre carraspeos, tímido, sospechando que va a preguntar una obviedad—: Debo anotar “Dios separó”, ¿verdad?

Tras unos segundos de silencio, Dios responde.

—De ninguna manera. Yo separé el día de la noche. Anotá eso, entonces: “separé”.

Hombre duda unos segundos y después se apresura.

—Claro, claro, “separé”, cómo no, je.

Dios retoma el dictado. Durante todo el día enumera sus obras, explica sus porqués y deja constancia de sus buenos deseos para con ese mundo maravilloso que acaba de crear. Al caer la tarde Hombre vuelve a interrumpir.

—Este... lo siento, pero no me suena bien.

—¿Qué pasa ahora?

—“Soplando en su nariz infundí vida al barro”... no me convence, Señor.

—¿Y qué propondrías?

—No sé... ¿Qué tal: “soplando me infundió vida”?

Dios mira a Hombre. Hombre mira a Dios. Esa mirada produce la eternidad. En ella estamos, y estaremos, hasta que alguno de los dos conteste la pregunta.

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