Reyes

Este relato comienza con un hombre. Todavía no sabemos nada de él, vamos a saber más a medida que el relato avance. Por ahora sabemos que hay un hombre y que le va a pasar algo.

Este hombre está en una ciudad. Su ciudad. Suya porque en ella nació, pero especialmente suya por propia decisión. Años atrás viajó, vivió una década en distintos países, y decidió volver. Ama su ciudad. Sobre ella hay opiniones divergentes. Hay quienes dicen que no tiene ningún atractivo, que parece una ciudad de provincias, o detenida en el tiempo. Pero hay otros que le encuentran un encanto muy especial. Quiza porque no tiene ningún rasgo espectacular ni es estridente algunos quedan totalmente atrapados por ella. No se ofrece, como otras, diciendo acá estoy, vengan a verme, aquí está mi mejor monumento, por acá mi más antiguo edificio, fotografíenme, pueden hacerlo en pocos días y me llevarán en sus bolsillos cuando vuelvan a sus casas por más lejanas que estén. La ciudad de nuestro hombre no es así. Ella se recoge sobre sí misma, es más bien esquiva con sus encantos que sólo son percibidos por quienes tienen ojos serenos y andar sosegado. Sabemos, los pasos errantes llevan al agua. Los hechizados caen en sus orillas —esta ciudad se recuesta junto al mar— y allí se sientan, al atardecer, a la espera de la hora en que aire y agua no se distinguen más por el color, sólo por el movimiento.

Del otro lado del río nuestra ciudad tiene una hermana mayor. Una ciudad más grande, más violenta, más hermosa y más horrible, porque ella sí es estridente, y salvaje, y escandalosa. Una ciudad que no se contiene a sí misma y se expande furiosa y desordenada; que se olvida de sí misma y se quiebra en basurales; una ciudad muchas veces desesperada. También puede ser tierna, no crean, pero es lo que más le cuesta.

Estas dos ciudades que comparten un mismo río le dieron cada una a su mitad un color diferente. La ciudad furiosa volvió al río marrón. Nuestro hombre vive del lado azul.

Ama a su ciudad y se lo dice. De día la enaltece con sus actos, por las noches la arrulla con sus cantos. Son cantos pequeños, como el murmullo de una madre que hace dormir a su niño. Como la respiración quieta de los enamorados después de besarse hasta el hartazgo. Caben en una mano, como caben un poco de agua clara, un panadero que llegó volando, el hombro de un amigo cuando queremos palmearlo. Pero como el panadero, el hombro o el agua, no se quedan en la mano, se escapan, cruzan el aire, el río, las montañas.

Dije que a este hombre le pasó algo. Lo que pasó fue pequeño como sus cantos: recibió unas cartas. De una mujer. Esta mujer no cantaba, dibujaba. Pero escuchó los cantos que venían de la ciudad pequeña y quedó embrujada. Y le envió al cantor sus dibujos pequeños: letras, hileras de letras prolijas, pequeñitas, alineadas en papeles blancos, rosas, marmolados, y las letras al unirse formaban árboles, océanos, nubes de tormenta descargando sobre líneas de sombras. Arrullos sin música ni oídos.

¿Qué sabemos de nuestro hombre? No crean que yo sé mucho más que ustedes. Lo poco que sé lo voy a compartir ahora mismo. Es un buen hombre. Tiene algo muy importante: hace lo que quiere, quiere lo que hace, y eso no es fácil de encontrar en ninguno de los dos lados del río. Vivió por lo menos cuatro décadas y dos amores.

¿Qué sintió nuestro hombre ante las cartas que llegaban del otro lado del mar? (porque nuestra mujer, claro, vive del lado marrón). Vamos a imaginarlo juntos. Supongamos que nuestro hombre primero se sorprendió y después se conmovió. No sabemos bien por qué, pero algo que encontró en esos papeles con letras alineadas lo intrigó, y se preguntó cómo sería la mujer que dibujaba así su propia alma.

Entonces ¿vieron? ahora tenemos muchos más elementos. Hay un hombre, como al comienzo, pero también hay una mujer (también como en el comienzo, pero ahora estoy pensando en lo que dicen sobre el inicio de los tiempos). Tenemos también un río y dos ciudades. ¿El río las une o las separa? Eso depende. Cuando los corazones quieren estar juntos, sienten que la distancia separa. Cuando los corazones están en paz nada puede separarlos.

Nuestro hombre viaja a la ciudad del estruendo y busca a la mujer de los dibujos. Quiere saber qué mano trazó esas líneas sobre el papel. Quiere saber qué ojos miraron el mundo con ese amor. Quiere estar aunque sea diez minutos frente a esa mujer, ocupar el mismo metro cuadrado de aire y tierra. Vuelve a su ciudad con el recuerdo de unos ojos que nunca antes había visto.

¿Qué sabemos de nuestra mujer? Nació en la ciudad escandalosa, y la ama después de haberla rechazado, después de haber intentado huir de ella. Cuando llegó al límite de su fuga y se encontró, lejos, pelada como un hueso, se contempló a sí misma desnuda y decidió volver y dejar salir los dibujos que tenía adentro escondidos. Vivió tres décadas y un amor.

Nuestra mujer, que ahora sí ama la ciudad donde nació, ama también su hermana menor, la ciudad pequeña. Es de aquellos que cayeron subyugados ante su encanto mudo, opaco, vespertino. Quién sabe por qué, quiza porque ella misma tiene una hermana mayor, quizá porque le gusta más el silencio que la estridencia. Ama a la ciudad pequeña y la va a visitar cada vez que puede; ama los cantos del hombre a la ciudad, y ahora también ama al hombre.

¿Qué sintió nuestra mujer cuando se encontró con nuestro hombre? En el momento era vida pura, quizá es más importante lo que sintió después. Quedó preñada de nuevos dibujos que salieron como explosiones, que inundaron primero a la mujer y después los alrededores, encharcaron las calles y llegaron, rodando, despacio, hasta el costado marrón del río, donde flotaron como barcos de papel mientras los hundía la corriente. Parió un dibujo tras otro, y después otro, y en sus dibujos estaba ella misma pariendo, y se paría a sí misma, y renacía y paría el mundo, el tiempo, el aire y el fuego, las aguas de arriba y las de abajo. Estaba también el hombre que cantaba, y las dos ciudades vecinas amándose sobre las olas bicolores, y la mujer con sus dibujos daba a luz al amor que la alumbraba.

Cuando dejó de parir y de dibujar el universo nuestra mujer cruzó el charco para visitar la hermana pequeña. Sentada al borde de la ciudad, mirando el agua cambiante y eterna, no vio al cantor, ni el cantor la vio a ella. La vio otro hombre. Un hombre pequeño como los ojos de un niño, que se enamoró como se enamoran los niños y las estrellas. La mujer sintió que la vida le estaba regalando algo que llegaba tarde, como cuando sus tías le regalaban el vestido que había deseado durante dos veranos pero ahora le quedaba varios talles chico. No era culpa del hombre que ella no pudiera amarlo, él merecía su amor absoluto. No era culpa de nadie, sencillamente había pasado el tiempo. Ante el hombre enamorado se sintió responsable de no herirlo y le regaló lo que pudo bajo la luna de verano.

¿Qué sabemos de este segundo hombre? Poco también. No nació en la ciudad pequeña sino en un pueblo —tal vez una hermana menor de la hermana menor—. La adoptó años atrás y convive con ella. Vivió también en otros países, tres décadas y media y un amor. Cuando encontró a la mujer que miraba el mar, nuestro hombre que no canta creía que no existían mujeres claras.

¿Qué sintió el hombre que no canta? Quizá creyó que la mujer era una aparición, o un regalo de Reyes. ¿Qué sintió cuando ella se fue y él se quedó en la ciudad pequeña? Dijo que se iba a la rambla a llorar. Pero yo creo que se fue a dormir, y por primera vez después de mucho tiempo soñó con ángeles. Y al otro día, en su taller, entre el ruido de las sierras y las nubes de aserrín, se sintió menos solo, y un par de veces, mientras tarareaba concentrado en su trabajo, se encontró girando la cabeza por sobre sus espaldas porque había sentido que una mano le palmeaba el hombro. Y aunque nuestro hombre que no canta pero tararea, que no nació en la ciudad pequeña sino en otra más pequeña todavía, se haya sentido triste o melancólico durante unos días, yo creo que de a poco la mujer que miraba el mar y que, aunque él no supiera, encharcaba con sus dibujos, se fue quedando adentro suyo como un recuerdo, y después ya no como recuerdo que da calor al corazón sino disuelta en sus tejidos, como algo inmaterial que viaja al igual que la sangre por nuestras venas y oxigena los pulmones y nos constituye. Algo que un día podrá asomar por sus pupilas y ayudarlo a encontrar una mujer que tenga ganas de barrer aserrín, tararear junto a él y criar niños con ojos de niño.



Hay algo más que me gustaría decirles de mis personajes antes de despedirme de ellos y de ustedes. Del primer hombre dije que es una buena persona y que es fiel a sí mismo. Es, también, uno de esos hombres cuya existencia justificaría a la humanidad si alguna vez algún dios malhumorado se planteara qué hacer con este universo descarriado. Es uno de esos hombres que provocan, en el país que los procreó, contracciones como terremotos; en respuesta los actos de tales hombres expanden, sin que ellos se lo propongan, la tierra natal. El segundo hombre cuando muera va a ser llorado por padres, hermanos, hijos, sobrinos y amigos que recién en ese momento van a descubrir lo enorme que puede ser el llanto por él. Es un hombre que no inquieta la tierra donde nació ni el aire que lo rodea. Y sin embargo muchas veces la mujer (de quien nada más puedo decir porque el pudor me lo impide) sola, en su casa, en el silencio de la noche, piensa en los dos hombres y siente que nada los diferencia.

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