Dicen que los trenes son historias. Que las historias funcionan, marchan en la noche como el chucu-chú del tren. Yo no sé contar historias. Yo soy el aire en la ventanilla, el traqueteo, el humo de la locomotora, el cataclá-cataclá de los rieles. Yo soy lo que no puede olvidar, lo que no puede cambiar. La noche oscura del alma, las estrellas arrullando sobre nuestras cabezas antes que el viento norte abra sus ojos. Cabalga jinete del tiempo — por la llanura de vidrio — sobre un monstruo de hierro y humo — no te detengas. Yo soy un sapo negro con dos alas.
Un sueño me visita cada noche. En mi sueño estoy viajando en un tren que atraviesa el desierto. El tren se detiene por nada en la nada. Yo bajo a estirar las piernas. El tren sigue sin mí. Desesperado sigo las vías del tren, pero el sol me acribilla de sed y sudor. Mi vista se nubla. Mis pasos flaquean. Hay un instante de ceguera blanca después del cual me desnudo, le doy la espalda a las vías y sigo avanzando perpendicular a ellas, internándome en el desierto. Como estaciones de tren, el sueño siempre tiene el mismo orden: angustia al verme solo, desesperación ante el desierto que me invade y, después de la ceguera blanca, paz, la mayor paz de este mundo y sus alrededores, una serenidad sin tajos, eterna, inabarcable.
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