Desanudos

Érase que se era, hace mucho tiempo y en un lejano país, un Señor que vivía muy feliz con su amada esposa, en un bello castillo rodeado por bosques, lagos, y más allá campos que sus labriegos trabajaban con amor y dedicación porque su buen señor era justo y equitativo con ellos. El clima era benigno y diáfano, los días largos, las noches frescas, las cosechas buenas; todo habría sido dicha y felicidad para los señores y sus campesinos si no fuera porque ¡ay! deseaban un hijo, y éste no llegaba... Las estaciones se sucedían, los años pasaban, y los señores entristecían añorando al ansiado niño... Hasta que un día, la felicidad fue completa: la buena señora esperaba un bebé, y cuando llegó el día, cuál no sería la sorpresa y felicidad del padre al ver que en vez de un niño habían nacido ¡dos niñas! Dos criaturas hermosas y cristalinas, con la belleza de la madre y la sabiduría del padre. Pero, ay, tanta felicidad no podía durar. Días más tarde la madre enfermó y murió, sin haber acunado en sus brazos a las niñas ni una sola vez.

A pesar de la tristeza que lo embargaba, el buen señor se dedicó con ahínco a sus hijas, quienes eran las niñas de sus ojos, y se propuso brindarles toda la felicidad posible. Con esta idea se casó con una mujer más joven que él, para que las cuidara y amara como una madre. Pero ¡ay! quiso el destino que el rey muriera, apenas unos pocos años después del casamiento.

Las niñas, acurrucadas bajo la nieve, lloraron desconsoladas la muerte de su padre, mientras su madrastra se alejaba del castillo en un carruaje desbordante de baúles y doncellas. La viuda se instaló en París, e iba a la Ópera todas las noches, cenaba con los cantantes más famosos, reían juntos, tomaban champán en sus zapatos, comían ostras hasta en el desayuno, etcétera etcétera. Así fue menguando su fortuna.

Mientras tanto, las mellizas, que contaban entonces con catorce abriles, solas, en el castillo, concibieron un plan. Decidieron separarse. Una saldría al mundo, en busca de ayuda. La otra se quedaría en el castillo hasta el regreso de la que había partido. Puesto que siempre, desde su nacimiento, habían percibido cada una los sentimientos de la otra, resultaría innecesario que se enviaran noticias por más alejadas que estuvieran, ya que cada una sabría exactamente dónde y cómo estaba la otra.

Clara dejó el castillo. Atravesó bosques, bordeó lagos, encontró un río y siguió su curso. Los labradores que cruzaba en su camino la hospedaban, le daban pan, comida, abrigo. Ella continuó la marcha siguiendo las confluencias de los ríos. Hasta que un día, el viento le trajo un aroma distinto, que nunca había sentido. Subió a un promontorio y vio, desde lo alto, una ciudad enorme, plateada, centelleante, y más allá algo inmenso, fabuloso, ondulante, que nunca había imaginado; una extensión azul que no era el cielo ni se parecía a nada que hubiera visto nunca. La niña bajó el promontorio, se acercó fascinada a la ciudad, la recorrió, se perdió, la atravesó guiada por ese olor subyugante y el rumor del agua hasta que llegó al borde azul, ya casi negro, donde la luna estaba por asomar. Sobrecogida por lo que veía, se sentó a descansar sobre un poste de madera carcomida. Pero cuando sintió hambre, y frío, descubrió que la gente de la ciudad no era como los labriegos, y nadie quiso darle ni comida, ni abrigo, si no daba algo a cambio. La niña rebotó contra las paredes hasta que finalmente una mujer la hospedó, a ella, que estaba desgreñada, sucia, fatigada, hambrienta. La mujer la bañó, le dio de comer, le ofreció un cuarto con una cama y frazadas, y le dijo que podía quedarse todo lo que quisiera. Lo único que le pedía era que Clara fuera amable con los marineros que todas las noches visitaban la casa.

Clara accedió. Los marineros la iniciaron en una nueva vida de la que nada conocía, y así, por sus charlas, descubrió un día que la ciudad donde vivían no era París, que estaba muchos kilómetros más allá, más todavía de los que ella había caminado desde su infancia. Madam le dijo que sin dinero no podría llegar y que ella —Clara— no tenía dinero.

Mientras tanto, Ema, en el castillo, acompañó a su hermana en su peregrinar, sin moverse de las almenas: sintió la nieve en sus pies cuando su hermana atravesaba los campos, el abrigo de los labriegos, el aroma desconocido que le inundó el alma, el hambre desesperada de la ciudad, el ulular de los marineros trajinando sobre su hermana. Hasta que un día los sirvientes le informaron que la viuda había muerto en París sin tiempo de liquidar por entero la fortuna heredada: no quedaba mucho en comparación, pero sí lo suficiente para vivir medianamente de rentas hasta el fin de sus días. Ema despidió a la servidumbre, cerró el castillo, se despidió de los labriegos, entristecidos por su partida, y recorrió el mismo camino que Clara, ayudada por el recuerdo de las sensaciones que había experimentado en las almenas cuando Clara lo recorría. Pero ¡ay! Llegó a la ciudad portuaria demasiado tarde, apenas a tiempo para abrazarla y asistirla en sus últimos instantes agónicos, pues Clara había contraído la sífilis.

Ema, desconsolada, se mudó a París con su bolso de mano, una chequera y el número clave de una cuenta en Suiza. Rentó un pequeño departamento vacío en un vecindario apartado, siestero y silencioso. Ventanas pequeñas, pocas pertenencias, muebles prestados, y un único recuerdo: un móvil de cristales azules, que había colgado otrora sobre la cuna de ambas, era el único recuerdo de su hermana. No necesitaba más. No podía olvidarla. Olvidada, pasaba el día tomando sol en un banco de plaza, disolviendo terrones de azúcar en el café, ayudando a ancianos a arrojar la basura.

Un día comenzó un curso de jardinería. Los esquejes, gajos, germinaciones, tipos de tierra, tiempos de siembra, le trajeron algo de paz. La lección sobre bonsais le trajo el recuerdo de los bosques de su infancia, y se consagró a ellos. El profesor, un hombre mayor, amante de los rosales y las orquídeas, se enamoró de Ema, y ella, a su lado, sintió algo, un aire, la idea de un aroma, algo que estaba y no estaba, como cuando allá en las almenas sus pies tersos y lisos se sentían magullados como los de su hermana; algo había en el profesor que le acercaba el aroma del sabor del recuerdo de su padre. Cuando él le propuso casamiento, ella aceptó. Se mudaron a una casa en las afueras, con un amplio jardín y un taller de bonsais. Se casaron en el registro civil de la esquina, en una boda íntima, con pocos amigos y algunas alumnas y compañeras de curso.

Ahora es la noche de bodas y están juntos, lado a lado, sobre la cama que por primera vez recibió el peso de sus amores, lánguidos, satisfechos, en silencio. Ella piensa. Con imágenes, sin palabras, en chorros de sentimientos que se entretejen, percibe en un presente instantáneo su infancia, su adolescencia, sus padres, su hermana, su madrastra, el castillo, su viaje, la ciudad del puerto, el aliento agónico de Clara, el sol en la plaza, el terrón disolvente, cada hoja de cada bonsai, el calor de su marido a su lado, la placidez soñolienta de su cuerpo ahora que por primera vez un hombre la ha penetrado, la ciudad de París iluminada, atrás de las ventanas, hasta el infinito, el mar inabarcable en sus abismos, la negra noche con su carga de estrellas, la redondez del globo que se extiende, finito pero ilimitado, a partir del punto donde ellos se encuentran, el transcurrir del tiempo con sus ciclos infinitos, la marcha de las generaciones que caen en el vacío, su propio ser, que dentro de poco será nada.

Él la mira. Tiene la prueba de que ella es (era) virgen. Pero su cuerpo sabe también que ella ya había sentido lo que acaban de vivir. Se pregunta cómo es posible, y no encuentra una respuesta. Simplemente, no entiende. Pero la ama, y se duerme.

Amanece y ella está con los ojos abiertos.

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