Años atrás me desperté pensando en esta verdad universalmente reconocida: vemos con más claridad las historias de los demás que las propias, damos mejores consejos a los demás que los que podemos darnos a nosotros mismos. Aquella mañana, remoloneando en la cama, me pregunté por qué pasa esto. Y me contesté: cuando pensamos las historias de los demás vemos los movimientos, a los que suponemos motivos, necesidades, causas, etcétera, en cambio cuando pensamos las nuestras vemos los sentimientos, y todavía no hay actos. La diferencia es la que hay entre estar en la costa contemplando con largavistas una regata o estar inmersa en el mar flotando a la deriva.
Aquella mañana seguí reflexionando: actuamos ciegamente, en todos los casos. Por ejemplo: sé que en algún lugar de cierta ciudad vive un hombre cuya obra me maravilla. Esto es un hecho del mundo. Mis ganas de conocerlo y la carta que escribo son otros dos hechos de este mundo. Pero el encuentro de los tres hechos es como el encuentro de la mano del ciego con la taza de café que quiere tomar. La taza existe, es un objeto de este mundo; tiene peso, volumen, forma, color; la luz la ilumina; ocupa un lugar preciso en el espacio y en el tiempo. El ciego sabe todo esto y estira la mano impulsado por estas certezas, pero hasta que no la toca no sabía dónde estaba la taza, ni si estaba ahí o no.
Años después estas reflexiones me parecen hermosas pero ya no reflejan lo que siento. Me siento ciega en muchas oportunidades y vidente en tantas otras. Pensé que había cambiado la cualidad de la ceguera, o su grado, o su sentido. Que al reconocer la ceguera de mis ojos visibles había desarrollado la videncia de mis ojos invisibles, como esos monjes zen que practican tiro al arco con los ojos vendados, y aciertan.
Después de unos días de dar vueltas con estos pensamientos entendí por qué su imagen inicial ya no me representa: no estoy ni en tierra firme contemplando la regata ni inmersa en el mar flotando a la deriva. Estoy en un velero conducido por los vientos y las mareas, y si bien es cierto que mi derrotero depende más de ellos que de mí, hay cosas que sí puedo hacer, como apartarme de los arrecifes u otros lugares donde encallaría o naufragaría. El monje zen tensa su arco. No necesita percibir dónde está la diana. Caiga donde caiga la flecha, acertará. Cuanto más ciega estoy mejor veo. Soy ciega a los resultados y vidente a mi deseo.
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