Cuando yo nací mi madre me acunó en sus brazos, me miró, miró el mundo alrededor, miró a mi padre y le dijo:
—Nació entre el día y la noche, entre el calor y el frío, entre este país y el nuestro. ¿Te das cuenta? Tu hijo va a ser equilibrista.
Mi padre no le creyó, porque quería que su hijo fuera payaso, como él. Pero cuando aprendí a gatear lo primero que hice fue gatear por las cornisas. Papá me contaba chistes que a mí me hacían reír más que las cosquillas. Pero cuando me pedía que los repitiera, el final del chiste me parecía tan divertido que lo contaba adelante de todo. Papá se tapaba las orejas con las manos. ¡Nooooo! gritaba, y se arrancaba pelos de los mechones azules que tenía a los costados de la cabeza. ¡El final es lo último que se cuenta, si no pierde toda la gracia! me explicaba.
Yo lo entendía, pero después me olvidaba. En cambio nunca me olvidaba de caminar por el cordón de la vereda cuando me mandaban a comprar pan, ni me olvidaba de treparme a los árboles y caminar por sus ramas. Al final papá aceptó que mamá me enseñara a caminar por la cuerda floja, y dejó de contarme chistes. Algunos más me contó, pero ya no me pidió que los repitiera.
Empecé a actuar en el circo junto con ellos. Al principio, cuando todavía era chiquito, mamá me hacía subir con ella al trapecio, me tiraba al aire dando vueltas y me atajaba otra vez. Un día se les ocurrió un truco. Cuando mamá me tiraba al aire por última vez, hacía como que no llegaba a tiempo para atajarme, ponía cara de susto y yo seguía de largo. Papá, allá abajo, con sus mechones azules y su nariz roja, daba vueltas alrededor de la pista desesperado. La banda de música hacía redoblar los tambores como cuando anunciaba un salto mortal. La gente gritaba asustadísima. Yo caía justo en los brazos de papá y todo el mundo aplaudía a rabiar.
Cuando fui más grande y mamá ya no pudo revolearme por los aires, empecé a actuar solo, pero no en el trapecio. Caminaba por una cuerda muy finita haciendo equilibrio con una vara muy larga en las manos. Cuando llegaba al centro me detenía, daba un salto, y caía otra vez sobre la cuerda. Con los años cada vez hacía saltos más raros, y la gente hacía ooooooh y aaaaaah cuando me veía caer de pie sobre la cuerda.
Entonces me enamoré. Estábamos otra vez de gira, cerca de la frontera, y conocí una chica muy linda. Ella no sabía hacer nada del circo: ni piruetas, ni saltos, ni chistes, porque había vivido siempre en una granja. Pero cocinaba muy bien y hacía unos dulces muy ricos. Se vino con nosotros en nuestro carromato y en invierno tejía pulóveres y bufandas para todos.
Con los años tuvimos una hija trapecista y después un hijo payaso, y por fin mi padre estuvo contento. Ahora actuamos todos juntos. Mi madre y mi hija dan vueltas por los aires, mi padre y mi hijo hacen bromas entre el público, y yo, en el medio, hago equilibrio sobre la cuerda floja y doy saltos mortales. Cuando terminamos la función la gente aplaude a rabiar, y nosotros saludamos orgullosos y muy felices porque mi mujer nos espera con un guiso riquísimo, y seguro que esta noche de postre hizo una torta de frutillas.
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