Desacuerdo

Fue un invierno rojo, seco, salobre, insalubre. Rojo por los atardeceres sangrientos que se prolongaban en el fuego de la chimenea; seco por la lija áspera en que se había convertido mi garganta; salobre por el aire de mar que me rodeaba y se adhería a mis ojos, mis ropas, mis manos; insalubre por mí misma, sólo por mí misma.

Si tuviera que elegir una sola palabra para describir ese invierno dudaría entre soledad e insomnio. Había aceptado el puesto de guardafaro y pasaba las noches en vela. Al amanecer apagaba el farol, me tomaba un plato de sopa y me iba a dormir. Cuatro horas más tarde mis párpados se abrían como el telón de un teatro antes de la función y ni Dios lograba que volvieran a cerrarse. Me preparaba un café con leche. Del mar venía la bruma, de la tierra la niebla; ambas se encontraban justamente en mi casa. No me visitaban a mí: se encontraban, ellas, se abrazaban; se asentaban donde el encuentro se producía y charlaban como viejas vecinas hablando de muertos y amores olvidados.

A menos que la niebla fuera más espesa que ese encuentro de chismosas, nada tenía que hacer durante el día. Bajaba a estirar las piernas. Paseaba por la costa. Tiraba piedritas al agua. Juntaba caracoles que volvía a dejar en la playa. Si llovía mucho leía junto al fuego. Una vez por semana cruzaba en bicicleta la distancia hasta el pueblo en busca de provisiones. Al anochecer el mar enrojecía, el cielo también; yo volvía al faro, comía algo, encendía el farol que guiaría a los navegantes solitarios durante la noche. Tenía un libro abierto sobre mi mesa y un tazón de café con leche entre mis manos. Desde mi torre de piedra y arena oteaba el mar en su inmensa negrura. ¿Habría algún osado marino cabalgando su grupa? Circular, la luz del faro escudriñaba el horizonte, pero yo no podía ver nada. Si había alguien ahí, mi luz lo estaría guiando. En el silencio de la noche me gustaba pensar que era una sirena al revés: no cantaba, iluminaba; no para atraer, sino para alejar de los peligros de la costa. Pero no tenía forma de saber si mi luz iluminaba a alguien o no.

Había buscado ese puesto porque no quería oír sonidos humanos. Ahí no los había: estaba el mar rompiendo a mis pies, las gaviotas peleándose por comida, el viento atronando en mi torre, algún perro a lo lejos, algún trueno. Ilusa me dije. Nunca dejarás de oír sonidos humanos: donde vayas, estarás vos.

Había huido de la visión de los humanos porque sentía que quemaba. Benéfica cuando acuden a mí, pasado cierto umbral quemo me dije. No encontraba otra explicación para la cara de chasmuscados con que se alejaban quienes intentaban intimar conmigo. Entonces inicié las negociaciones al cabo de las cuales el mundo y yo llegamos a un acuerdo. El precio era la soledad. El botín la paz. Me fui a vivir al faro, donde el fuego quedaba acurrucado en la chimenea y el horizonte me esperaba de brazos abiertos. Encendía el farol al caer la noche y en todo su transcurso lo encendía y lo apagaba con el ritmo regular que decía a los navegantes “éste es el faro de Tierrafina, están cerca / están lejos del destino”. Encendía y apagaba y volvía a encender y me parecía que estaba escribiendo en la noche con letras de luz sobre papel negro.

Fue un invierno largo, más largo de lo que había imaginado al fin del verano. La sal me rodeaba, y si yo misma no me convertí en sal fue porque no había “atrás” donde mirar. En lo alto de la torre giraba lentamente sobre mí misma. Mirara donde mirara me rodeaba el mar, centelleante, apagado, aplacado. Implacable. Cielo y mar, y una franja delgada de tierra que me unía al continente, a la bahía —panza hueca o sonrisa abierta— que dormía más allá.

Había dejado de hablar porque no tenía con quién hacerlo. Había dejado de canturrear porque con el aire marino mi garganta estaba áspera y dolorida. Tomé té con miel, café con leche con miel, mate con miel, sopa con miel, y nada, hasta que me olvidé cómo era vivir sin un nudo en la garganta y me resigné a enmudecer.

Entonces dejé de soñar. Ahí entré a sospechar que mi acuerdo con el mundo debía de tener alguna cláusula secreta que yo había pasado por alto. Dormía cuatro horas enteras, ni un minuto más. En esas cuatro horas ni una sola imagen se deslizaba entre mis párpados. Palabras sí. Voces lejanas, olvidadas, que reaparecían para hablarme de cosas insulsas, idiotas, atormentadoras. Pero ni una imagen, ni un color, ni una historia. Sin colores por dentro de mis párpados, tampoco los encontraba del lado de afuera. La misma niebla que disfrazaba de cielo al mar cubría mis sueños y no me dejaba ver nada de ellos. Insomne, en blanco, tuve que interrogarme sobre mi acuerdo con el mundo y preguntarme si en su interior no se encontraría encerrado algún error.

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