Conchas de mar


...atravesando el coral de tu barrera...

Mi familia es la más pobre de la isla. No por nuestras pertenencias: ni nuestra cabaña ni nuestro bote son peores que los de los demás. Somos pobres porque en la isla la riqueza está dada por la cantidad de hijos, y nuestros padres tuvieron sólo dos. Mi hermano y yo nacimos el mismo día. Mi madre nunca se embarazó por segunda vez. Como todos los demás, vivimos de las ostras. Cuantos más hijos tiene una familia, más se sumergen en busca de ellas. Más encuentran para repartir.

Mi padre enseñó a mi hermano los secretos de la pesca, mi madre me enseñó a mí lo que una mujer debe saber. Pero mi hermano murió joven, demasiado joven. Mi padre, anciano, tuvo que volver a sumergirse en el mar en busca de nuestro alimento. Un día no volvió a subir. Negras, de luto, mi madre y yo decidimos hacernos al mar. Partíamos cada mañana al amanecer. Ella guiaba el bote, yo me sumergía entre los corales. Para no tener problemas nos alejábamos del sitio donde todos se reunían. En consecuencia nos internábamos en lugares donde casi no había ostras, o donde, si había, el descenso era muy arriesgado. Nuestros días eran azules, solamente azules; y blandos, y móviles. Pasaba más tiempo del día envuelta por agua que por aire. Me zambullía, recorría con mis manos las paredes de peñascos, las barreras de corales, juntaba lo que encontraba en una red que colgaba de mi cintura, y antes de quedarme sin aire subía hasta el bote, donde dejaba mi carga. Y otra vez. Día a día mis pulmones se ensanchaban. Cuando al atardecer volvíamos al poblado, rodeadas por el aire de las estrellas, me daba cuenta de que ellos extrañaban algo.

He oído historias del mar y sus peligros desde antes de nacer. Nos arrullan con ellas. Nuestras canciones de cuna hablan de pescadores que no vuelven, de sirenas que hechizan, de pulpos que apresan. En las callejuelas, en los muelles, en las playas, nos juntamos cuando somos niños y entonamos en ronda canciones del mar. Conocemos cada uno de sus estados antes de tener edad suficiente para que nos autoricen a embarcarnos. Nuestras vidas dependen de ese conocimiento, y de él se desprende la ley de la isla: las mujeres no deben ir al mar. Lo que mi madre y yo hacíamos no era exactamente un sacrilegio, pero sí era tan extraordinario que nuestros vecinos podían rechazarnos y echarnos del pueblo. Mientras no sucediera ninguna catástrofe, como una tempestad más torrencial y desbocada que las habituales, o alguna pérdida en algún bote, estábamos a salvo. Pero la tensión crecía a nuestro alrededor, porque los períodos de paz nunca son demasiado largos. En cualquier momento algo pasaría, y nos culparían a nosotras. Aunque no lo hiciéramos a la vista de todos, ya nadie ignoraba que nosotras dos, sin hombres, seguíamos viviendo del mar.

Conozco los misterios del mar. Por eso no temí sumergirme en él. Pero después de un tiempo de zambullirme empecé a descubrirlo por mí misma. De a poco, sin palabras, una evidencia fue surgiendo en mí. Relatos, canciones, arrullos, historias: todo lo que había oído sobre el mar, incluso cuando hubiera llegado a mí a través de los labios de una mujer, había sido dicho por hombres. Sumergida, acuante, fluctuante y submarina, descubría qué era el mar para una mujer.

El peligro es otro. A nuestros niños les enseñan a sumergirse sin olvidar jamás el color de la hierba. Que no te invada el azul, que el verde te guíe dicen nuestras canciones. De lo contrario el mar los enajena, y si los enajena, los quiebra. Que no te invada el azul, que no te olviden las estrellas.

A mí el azul me invadió. Mis pulmones ansiaban agua, de noche y de día. Mi piel se resecaba al sol. Mis ojos se enturbiaban en el aire. Mi cuerpo fuera del mar pesaba toneladas. Mis músculos vibraban recelosos; reposaban cuando descendía. Sin embargo el azul no me quebró.

Finalmente entendí la ley de la isla. Las mujeres tenemos prohibido el mar porque nos transforma. Si transformara a todas, el pueblo quedaría sin ninguna. Subí al bote por última vez, y le expliqué a mi madre qué me pasaba. Ahora vivo acá abajo, entre las rocas. De mi cuerpo brota un velo que me cubre y, pétreo, me protege. Dicen que mi madre se convirtió en viento, y ulula contra los mástiles, entre las velas, llorando su dolor; y que mi nombre acunando a los niños es una nueva canción.

1 comentario:

gotamarina dijo...

Un comentario de Haydée que me llegó por mail:

Es muy bello...
Quise mandarte un comentario pero yo no se meterme en estos temas de ID y esas cosas que piden para formar parte del blog, esas cosas...
En mi comentario te contaba una experiencia que vivimos en Buzios en los años que vivimos allá.
Yo alquilaba la casa de Doña Zarico, pescadora de línea, madre de 4 hijos ya grandecitos, de 16 para arriba, ellos vivían en la parte de atrás de la casa.
Una mañana, al despertar, un revuelo en el pueblo.
Doña Zarico no había vueltode su pesca..
Generalmente salían a las 4 o 5 de la mañana, a las 9 ya estaban de vuelta desde su piedra con el alimento del día. Cada pescador de línea tenía su propia piedra, así como los de bote, su propia área. Respetado por todos.
Esa mañana, al notar que Zarico no volvía, todos salieron, atravesando el morro, a buscarla a su piedra. Bucearon, recorrieron, anduvieron por los alrededores ...no la encontraron.
A la tarde, en la casa, se reunieron los vecinos, amigos y parientes.
El comentario era:
"...o mar levou".....
Tomaron unas caipirinhas, se abrazaban, lloraban, cada tanto se enojaban con Dios, después se arrepentían y pedían perdón, y le pedían a Dios que la tenga en la gloria y lugares lindos...y así fue todo durante tres o cuatro horas....
"...o mar levou..."
Al día siguiente, el hijo mayor, se fue a pescar a la piedra de su madre. Naturalmente, sin vueltas.

Jamás olvidaré esa situación..entre aceptación y dolor, entre naturalidad y sorpresa....quedé muy impactada, sobre todo por el respeto y la aceptación de la muerte.
Tu relato me llevó directo, como una flecha, a esta zona del recuerdo..

A la hija, haberse transformado la llevó al descanso, a su lugar, donde se siente plena y es armónica con lo que la rodea...y a la madre, le devolvió un lugar....estar en todas partes, como las madres....

Me gustó mucho. Gracias.
Un abrazo
Haydeé

Gracias a vos, Haydée!!