Una de fantasmas

Mi abuela era una persona muy especial. Supongo que a todos los nietos sus abuelos les parecen personas muy especiales, pero yo tengo razones poderosas para decir lo que digo, porque mi abuela era mágica. Y está bien que lo diga así, con un adjetivo y no con un sustantivo, porque mi abuela no era una maga, capaz de encantamientos o hechicerías, sino que era mágica como un talismán, que mejora la vida de quienes entran en contacto con él, o como esos personajes de los cuentos de hadas que el héroe encuentra a la vera del camino y a cambio de un favor desinteresado le indican dónde encontrar a la princesa y qué hacer cuando se topen con el dragón. Mi abuela era mágica sin saberlo, y me pregunto cuántos de mi familia se dieron cuenta de esto que yo sé. Pero suele ocurrir que las verdades más evidentes resulten inaccesibles a muchos.

Mi abuela no ocultó su magia, porque para ocultar algo hay que ser conciente de que se lo posee. Tampoco la disimuló. Le era tan natural como el aire que respiraba, como los latidos de su corazón, que sé yo. Como el sol que sale todos los días. Ella simplemente vivía, y era como era, y de una forma secreta, imperceptible, nos iba haciendo mejores a los que la rodeábamos. Su magia es tan potente que sigue ayudándonos aún ahora, años después de su muerte.

A veces siento que mi abuela me visita. Creo que después de su muerte se tomó un tiempo para descansar (en ese tiempo, nos encontrábamos en mis sueños). Un par de años después se ve que le entraron ganas de saber cómo iba todo del lado de acá, y comenzaron sus visitas. Cuando viene no me habla, porque yo no podría oírla, pero también porque su magia no se vale de palabras. A decir verdad nunca me doy cuenta de su presencia en el momento en que ocurre. Es posible que visite mi departamento cuando yo no estoy, cuando fui a trabajar. No sé cuándo viene, pero es obvio que cada tanto se da una vueltita. Si mis plantas crecen tan bien, es porque sienten su mano mágica, y si a mí me pasaron tantas cosas buenas, es porque ella viene a verme. Sospecho que también visita a sus demás nietos; imagino que, tal como hizo en vida, ahora se reparte por igual entre todos nosotros; pero jamás me atreví a preguntarle ni a mis primos ni a mis hermanos si sienten su presencia.

Mi abuela tuvo tres hijos, el mayor y el menor varones, la del medio una mujer que tuvo tres hijos, de los cuales la del medio soy yo. No sé si mi abuela era la del medio, tampoco sé si eso importa. En cambio sé: algo hay que se transmitió de ella a mi madre y de mi madre a mí, algo que tiene que ver con la intuición, y que preferiría no intentar describir. Estrictamente hablando, no se puede decir que haya habido transmisión entre nosotras, porque nadie fue conciente de que recibía, ni tampoco de que enseñaba. Digamos, por ponerle un nombre, que se trata de una herencia. Ahora bien, esta herencia sufrió un trastorno. Ese trastorno tuvo lugar antes de que yo naciera, por lo tanto es poco lo que puedo saber sobre él. Aventuro que mi madre sintió su herencia como una carga (y es posible que la palabra carga no sea adecuada). En todo caso algo hubo, algo oscuro de lo cual a mi madre no le gusta hablar, que se desencadenó cuando ella era joven, que hizo eclosión antes de que se casara con mi padre, y que la llevó a sojuzgar su herencia, a acorralarla, a tenderle límites precisos y a esforzarse agudamente cuidando que jamás se le descarrile.

Mis hermanos y yo nacimos bajo ese dominio, en consecuencia fuimos educados bajo la Razón. Aprendí a moverme en el mundo y a examinarme a mí misma guiada por las herramientas del intelecto. Durante años (muchos) las apliqué a todos los órdenes de la vida, incluyendo mis sentimientos, mis percepciones, y más todavía mis intuiciones, que quedaron totalmente relegadas como bichos de mal agüero. Mientras en la superficie lo que afloraba era una linda neurosis, subterráneamente me impregné de herencia, porque, gracias a dios, no se quebró. Se magulló, sí, se desvió, se traspapeló durante muchos años, pero no se quebró.

Después, algo hubo en mi vida. Un momento en que me hundí en la locura, del que salí cuando pude aceptar lo irracional de mí. La curación fue gradual, lenta al comienzo. Una de mis primeras reacciones fue dejarme guiar por un impulso (para eso hay que poder reconocer un impulso, y yo tenía los míos totalmente atrofiados). Mi impulso me llevó a enfrentarme conmigo misma: a verme sola y actuar por mí misma, a ver qué quiero hacer y dedicarme a ello. A partir de ahí, todo picó en punta. El proceso se aceleró a un ritmo vertiginoso. Fue entonces cuando empecé a recibir las visitas de mi abuela. La entendía mucho mejor que cuando ella estaba viva, porque ahora yo podía percibir su magia. De a poco restauré la línea que fluía de ella y se había enmarañado en mi madre. Ahora la herencia fluye entre nosotras tres, y sospecho que mi madre también se siente mejor.

Es posible que este relato no interese a nadie, pero era necesario que escribiera esto hoy, porque estuve un rato sentada junto al fuego, mirando la luna llena que ahora entra a raudales por la ventana, y no estoy en mi casa.

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