Cada vez que las hormigas anunciaban metegoles, las moléculas premiaban autopistas, mientras los floripondios registraban almanaques. Anélidamente, las caléndulas obsequiaban unicornios y los patos silvestres canturreaban jocosas canciones normandas. Cansinamente, un arrollado de dulce de leche estrenaba gimnastas de repuesto, tres querellas anochecían estofados, y mi mamá congelaba minesottas. Entre protozoos y pedagogos, mi hermana ausentaba sinsabores. Desde la ventana seis docenas de kilómetros admitían quinquenios y quelonios. ¡Déjense de joder! anclaban ocho valijas de bizcochitos de grasa y mediaslunas con manteca. ¡Acá no se puede vivir! destrozaba una cantimplora de calamares. ¡Con ustedes no se puede hablar! olisqueaban dos antorchas. Casi entre sueños, un cardumen de guanacos invadía Barrio Norte.
Cosas que ocurren
Cada vez que las dendritas contraían cantimploras, las algas y las mitocondrias obedecían escarabajos. Entonces era el desmorone, la algarabía: un cloroplasto aquí, una clorofila allá, y un anélido largo bajando y perdiéndose. Cierto es que los callos y los escarbadientes constreñían incandescentes, pero el brillo y la complacencia de los alienígenas repercutiendo sobre cascabeles obstaculizaba al más nostálgico cangrejo. Anagramas ovoides, cámaras concuspiscentes, metáforas desencajadas inflamaban heréticamente y hasta con orgullo. Mezcla de oprobio y mayonesa, los celenterados amenizaban mastodontes anochecidos y las amebas canonizaban exabruptos, mientras residuos metabólicos escanciaban abejorros. Jirafas analfabetas agudizaban sangre de horchata y consolaban catástrofes, precedidas por solteronas lindantes con alcaloides. Casi con coraje, las estampidas aclimataban ballenatos y los corazones, más que sin vergüenza, devenían triangulares. Musitando a viva voz, tres millares de lechuzas muertas a escobazos abrigaban esperanzas, tarea riesgosa en verano. Océanos y kilovatios-hora interrumpían el asado y se hundían en la angustia sin llevar monopatín. Martilleantes y agónicos, cadáveres ambivalentes amordazaban pantagrueles. Casi a las canaletas, oíamos escudos intergalácticos discurriendo en el pasado. Aquello era el acabóse: quién más, quién menos, todos burbujeábamos un poco, y entre penes y violines esperábamos carcajear oráculos.
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