Así llega el momento en que Pablo da por terminada su tarea informativa y, una mano sobre la otra y ésta sobre la mesa, me mira sonriente. No, no es un mero mirar sonriente el suyo, es más, mucho más que eso. Es la cara de Pablo rejuvenecido diez años, es la mejor sonrisa de Pablo, aquella que borraba mis enojos más firmes al minuto de aparecer, son los ojos de Pablo brillando sobre su sonrisa como si sólo existiéramos nosotros dos, como si no me hubiera estado hablando de su mujer e hijos. Suspiro y, de a poco, con gran cuidado, como quien despliega con infinito amor un manuscrito muy antiguo dispuesto a deshacerse en el aire, se lo digo. Pablo, por supuesto, no me cree, sino que, sucesivamente, cree 1) que no escuchó bien, 2) que nada de esto es cierto, 3) que yo estoy loca, 4) que no escuchó bien. Lo único que yo puedo hacer es decirle, otra vez, lo mismo, y escuchar, otra vez, los mismos argumentos, que no refutan nada. Cuando lo dejo, atontado, aún incrédulo, en el café, sé que no me cree, que no me creerá por un tiempo, hasta que pueda empezar a dudar de este encuentro que no contará a nadie. Sé que sufre. Y sin embargo no lo compadezco: es envidia lo que siento. Al fin y al cabo él sigue vivo, mientras yo sólo soy el recuerdo de lo que fui en unos pocos lugares y para unas pocas personas.
Un encuentro
De pronto me encuentro caminando por las calles de mi juventud; reconozco sus viejos lugares, y los recuerdos de entonces se agolpan en mi mente. De pronto estoy frente a Pablo, que acaba de gritar de alegría al reconocerme; me abraza, se emociona, dice qué casualidad, dice justo pensaba en vos, cómo estás, dice vamos a tomar un café, dice te aparecés como un fantasma. Sin dejarme reaccionar, sin escucharme, precipitadamente, como un torbellino, Pablo me arrastra tres cuadras hasta el bar de nuestras citas a los veinte años. Cada vez que reaparezco por el barrio los recuerdos me asaltan tan salvajemente que por un momento creo revivir —pero es una ilusión que se va con el primer café. Pablo, sin dejar nunca de hablar, descarga sobre mí su avalancha de noticias, chismes y anécdotas de su vida. No me da ninguna oportunidad de hablar, aunque nada sabe de mí desde hace años. Tan feliz está de verme que me pregunto si será menos cruel no decirle nada.
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