Ver de verano

Fue el verano en que me alimenté de lechuga. Había descubierto una huerta en una quinta cerca de casa, y cada mañana iba lo más temprano que podía —para que el sol no me matara— a buscar la planta de lechuga kilométrica que esa misma noche terminaría de ser devorada. Lavaba en el patio las hojas verdes, verdes casi amarillas, blancas, de donde la tierra negra desaparecía junto con el agua cristalina. Un olor a barro, a lluvia, a tierra abierta, a verdura, se pegaba a mi cuerpo. Entraba a la casa con mi balde lleno de hojas frescas, que comía a lo largo del día generalmente en ensalada; otras veces solas, con gusto a agua.

Fue el verano en que el sol caía a pique durante todo el día. Nuestras sombras nunca se alejaban mucho de nuestros pies; se quedaban vibrando, allá abajo, pero nunca se iban muy lejos ni, prolongándose, se estiraban hacia el horizonte. Vertical caía el sol fuera cual fuera la hora del día, y la noche llegaba de golpe, escamoteando el crepúsculo. Habíamos iniciado un juego, el sol y yo: cada atardecer sacaba mi reposera al patio, la instalaba bajo la sombra del alero, mirando hacia el oeste; llevaba una pava caliente y mi matecito (única excepción a mi dieta a base de lechuga, como si sólo pudiera comer y beber cosas verdes). Me hacía la distraída, pretendía escuchar el canto de los pájaros, buscar mensajes en las nubes. Pero yo sabía (y él también) que quería ver el crepúsculo. En eso estábamos; un fulgor dorado me enceguecía, instantes después el cielo estaba casi negro, excepto una franja delgada allá en el oeste donde el azul oscuro se volvía verde y después un amarillo débil. No murmuraba “me cagaste una vez más” porque, a pesar de la soledad, no sentía la necesidad de hablar sola, y porque mi madre me inculcó desde chiquita no usar ese lenguaje.

Fue el verano en que todos en el pueblo decidieron irse de vacaciones; semanas antes del fin de la primavera había aparecido en la plaza de la intendencia un carromato que anunciaba las ventajas del turismo y ofrecía visitas a todos los sitios que nadie podía morir sin conocer. La fiebre de viaje se propagó como epidemia y se fueron yendo todos. Con aire no de vacacionantes sino de peregrinos, la gente más sedentaria que vi en mi vida armaba sus valijas rellenándolas hasta el hartazgo, las ataban con piolines, hilos sisal, cinturones viejos, y se apresuraban para no perder el ómnibus que los llevaría a ver el mundo.

Fue el verano en que en el pueblo sólo quedamos unos pocos: Doña Catalina, atenta a su campo y sus gallinas, inmune a cualquier enfermedad lo mismo que a cualquier novedad, en quien nada que sucediera más allá de la verja de su casa despertaba el menor interés; José, encargado de servir el café en la intendencia, la escuela y la comisaría, bruscamente ascendido a intendente, comisario y juez suplente ante la ausencia de cualquier otro funcionario o empleado municipal; el viejo de los zapatos, llamado así porque pasaba el día frente a una caja de lustrar, aunque era evidente para todos, empezando por él, que el calzado más habitual del pueblo, las alpargatas, no requiere tal servicio. La caja de lustrar, inmaculada y siempre provista de pomadas y franelas brillantes, parecía una excusa que se ponía el viejo para que lo dejaran dormitar tranquilo en una esquina, fumando con los ojos entrecerrados un cigarrito colgante, hasta que al anochecer se levantaba, cruzaba la calle, se tomaba una grapa en el almacén, y se iba a su casa que nadie sabía dónde quedaba, si es que tenía casa. Descubrir la huerta de las lechugas fue algo bueno. De mi casa quedaba para el otro lado, no para el del pueblo, por eso la fiebre de viaje no había tocado a sus habitantes, quienes cada mañana me recibían con una sonrisa y un mate, y elegían para mí la lechuga más bonita.

Fue el verano en que pasé las noches despierta, escuchando el silencio, hasta que el silencio ya no existió, y más allá de las chicharras, las ranas, el viento, pude distinguir los latidos de las hormigas, la tierra rompiéndose al ser empujada por una nueva brizna de hierba, el ruido que hacen las estrellas cuando titilan: desnuda, despierta, en el patio, las miraba entreabrirse con sus brillos pálidos y escuchaba su canturreo. Hablan entre sí, las estrellas por la noche, aguzando el oído había llegado a oirlas. Las escuchaba sin entender su lenguaje estelar, sin siquiera intentar entender. La vida de las estrellas ha de ser muy distinta a la de los humanos, pensaba sin palabras; nuestras experiencias han de ser intraducibles; suponía que aun en el caso de algún día distinguir las palabras de su idioma jamás podría entender a qué se estaban refiriendo; y meneaba la cabeza.

Fue el verano en que cada día era una roca ardiente, enclavada en la tierra como una mole de granito, inamovible; bajo la luz solar yo dejaba de ser yo y tampoco era medianamente nadie ni nada. A mi alrededor se multiplicaba lo verde; a veces amarilleaba; o se transparentaba, cuando iba al arroyo a mojarme la cabeza, los pies, los brazos, la cadera. Entre las paredes de adobe, la hierba del patio, las hojas de lechuga, el agua del pozo, la del arroyo, mis uñas, mis ojos, no había mucha diferencia. Durante el día el sol me amaba, pretendía enloquecerme con sus arrebatos, y yo, vacilante, no podía ceder del todo a sus requerimientos. Por eso iba a buscar la lechuga lo más temprano que podía, antes de que cayera el rocío, por eso sacaba mi reposera a la noche para capturar el momento en que él debía declararse vencido; pero luchaba hasta el fin, el obtuso, el perseverante, y con su fulgor dorado, su franja verde, su caída a pique, era yo la que resultaba vencida.

Fue el verano en que podría haberme planteado la paradoja de estar viviendo en las afueras de un pueblo solitario, abandonado por sus habitantes que repentinamente habían descubierto que existía el mundo, yo, que había trotado por ese mismo mundo durante veinte años antes de venir a caer en esta región extrema, tan extenuada que no podía dar ni un paso más. ¿Qué sentiría Silvia, la maestra de la escuela, cuando descubriera las montañas? ¿Juan, el ferretero, al ver el mar por primera vez, se marearía? ¿Qué diría Tomi, sin duda aferrado a la mano de su hermano mayor, cuando pusiera un pie en la gran ciudad? Sin llegar a formularse como preguntas, estos pensamientos venían a veces en las ráfagas quietas del aire de verano; y yo no podía plantearme ninguna paradoja porque el sol abismal había eliminado de mí paradojas, planteos y elucubraciones.

En ese verano, tenía que ser en ese verano, por primera vez llegó un viajero al pueblo. En el aire quieto, cristalino, detenido, de la siesta, pude escuchar sus pasos resonando en la plaza del pueblo. Pude escuchar el silbido con que trató de comunicarse con el viejo de los zapatos, pero éste, dormido, ni lo ojeó. Pude escuchar unas rondas más en las calles vacías hasta que su sonido desapareció.

En ese verano, en una de las noches de ese verano, el aire negro me traía paz y yo me aturdía de silencio, crujidos, rugidos, croares, hipidos, susurros, titilaciones, cuando un nuevo sonido se sumó al concierto. No fueron sus pasos lo primero que escuché, como había escuchado durante el día, sino su respiración, y supe que se estaba acercando a mi casa mucho antes de poder verlo; él se estaba acercando sin darse cuenta de que en mi casa había alguien; inmóviles, estábamos acercándonos antes incluso de saber que existíamos. Yo había encendido un farol y lo había llevado al medio del patio, había encendido una vela y la había dejado sobre la cocina, había encendido una fogata pequeña en la parte de atrás de la casa, tenía puesto un vestido blanco y estaba en la oscuridad comparando las distintas luces sin verlas, escuchando sus sonidos en la noche, cuando oí por primera vez su respiración. Pude oír cómo el aire se desplazaba a medida que él se iba acercando, cómo la noche se hacía más negra en el hueco que su cuerpo había llenado segundos antes, pude oír cómo sus ojos se sorprendían ante mi casa oscura e iluminada, cómo sus ojos se acostumbraban de a poco y avanzaban por el patio, pude escuchar cómo su cuerpo interrumpía la luz del farol, luego la de la vela, daba la vuelta a la casa, aspiraba el humo de la hoguera; hasta que sin tocarme chocaba conmigo, de pie en la esquina sur de la noche, con mi vestido blanco. Pude oír cómo me miraba. Pude oír en su silencio que venía de lejos, que él también estaba fatigado, que tal como a mí la soledad, y el sol incendiario, me habían llevado a escuchar las vibraciones de lo inmóvil, a él su andar lo había llevado a ver a través de lo invisible. Yo estaba escuchando y él estaba mirando, y podríamos habernos quedado así, de pie, encontrándonos, por otro millar de años. Mis ojos se habían quedado fijos en los suyos; sus ojos profundos se hundían en lo que veía; veía más de lo que yo jamás había visto ni podría alguna vez mirar (podía oírlo en su mirada) pero sólo me escuchaba a mí. Y yo, de pie, miraba sus ojos, su boca, su piel, y escuchaba el universo flotando en la nada, las estrellas chismorreando, el sol aprestándose a volver a calcinarme, la hierba creciendo, la tierra pariendo las lechugas que iría a buscar a la hora del rocío para comer bajo la sombra, escuchaba al verano retrayéndose para dar paso al otoño, la noche sucediendo al día, el agua corriendo bajo la tierra, y el rumor de una mirada nueva, inimaginada, unos latidos que me hablaban con un lenguaje que descifraría de a poco; oía la voz del hombre de pie en mi patio, en la esquina este de la noche, vibrando primero en su garganta, luego en el aire quieto, atravesándolo hasta chocar con mi piel. Y mi propia voz, al responderle, me resultó un sonido virgen, desconocido, inusual, pues casi no había aparecido en todo el verano.

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