Era una gran hondonada infecta y solitaria a la que la gente sólo se acercaba para arrojar basura. Terrenos vacíos, como el baldío donde había estado jugando, anticipaban su presencia. Las matas de pasto desaparecían cuanto más cerca se estaba de ella.
Comenzó a bajar con rabia y sin cuidado alguno, patendo latas y vidrios. Al principio no olía nada, atento a su pelota invisible. El descenso se hizo más difícil: tomó precauciones para no caer. Pronto no encontró más tierra libre y tuve que caminar sobre la basura: llantas, hierros, desechos de albañilería, zapatos viejos, muebles rotos, y ni rastros de la pelota. A medida que bajaba el aire se enrarecía. Descubrió, casi al pisarlo, un animal muerto. Quiso creer que era un perro. La basura le arañó piernas y brazos y se mareó. Estaba desesperado. Las moscas lo rodeaban y no podía ver. Estiró la mano para sostenerse, se cortó con algo y la angustia le sangró por la herida. Los montones de basura apilada parecían crecer ante sus ojos: botellas, puchos, jeringas, inodoros destrozados, billetes, jirones de ropa, comida podrida. Se sentía, él también, basura arrojada. Desde la cima de una montaña de desechos vio brazos, un hombro, una pierna, medio cráneo destrozado, y adivinó la tersura de los cuerpos bajo los golpes y la sangre seca. Sintió que se ahogaba; se tambaleó. Una oleada de pavor lo inundó, calentó sus orejas, lo partió en pedazos. Estaba atrapado en un remolino.
Se recobró por milagro y trepó las montañas de basura a los saltos, trastabillando, precipitándose hacia el baldío, sin lágrimas, sin razones, sin infancia, sin pelota.
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